Solista: Miguel Silva Macias. Director general y musical: Jonas Ickert – Asistente de dirección: Leopoldo Gaillour. Bajista: Jonatan Domínguez. Baterista: Joel Borghi. Cantantes invitadas: Camila Schualle, Agustina Chaio. Jardines Villa Victoria (Mar del Plata). Nuestra calificación: regular.
Anoche, los jardines de la Villa Victoria en Mar del Plata se convirtieron en el epicentro de una epopeya sonora que bien podría figurar en los anales de la intrépida incomprensión. Ópera Rock, como osaron llamarla, se presentó como un desafío a las leyes naturales de la coherencia y el buen gusto. En lugar de un espectáculo, lo que se vivió fue un testimonio de cómo una idea mal ejecutada puede convertirse en arte… accidentalmente.
Desde el primer segundo, el diseño sonoro hizo evidente que la noche sería inolvidable, aunque quizá no por las razones deseadas. Los acoples lograron una proeza: convertirse en protagonistas absolutos, eclipsando incluso al tenor y a la banda. El volumen, ajustado para que se escuchara desde Marte, fue un recordatorio constante de que el concepto de sutileza había sido exiliado de esta producción. Victoria Ocampo, de haber estado presente, probablemente habría abandonado la escena para buscar consuelo en la literatura.
El apartado visual, una combinación de luces titilantes y efectos sin rima ni razón, parecía inspirado en un videojuego de los años ochenta en modo fallido. Cada destello gritaba: «¡Mírenme!», mientras el público trataba de descifrar si aquello era parte del show o una manifestación sobrenatural. Pero lo mejor estaba por venir.
Miguel Macías, el tenor y capitán de esta nave sin timón, decidió regalarnos un repertorio tan audaz como incomprensible. Su intento de combinar piezas de Lloyd Webber, Claude-Michel Schönberg y Aznavour, entre otros, con su voz de tenor spinto fue un acto de valentía… aunque no siempre acertado. Su versión de «Mon cœur s’ouvre à ta voix» (Saint-Saëns, ópera Samson et Dalila), originalmente escrita para mezzosoprano, bordeó lo temerario. Si alguien pensó que aquello era un homenaje, seguramente fue un homenaje al surrealismo. Su voz, aunque potente, luchó heroicamente contra el sonido, las piezas mal elegidas y quizá contra su propia conciencia.
El ingreso de dos sopranos, destinado a equilibrar la balanza, se sintió más como un intento de rescate en una embarcación que ya había naufragado. Sus interpretaciones, aunque técnicamente correctas, quedaron atrapadas en el vórtice de confusión que era la noche. Por otro lado, el amplio coro, que participó en momentos clave como el dúo de El Fantasma de la Ópera y One Day More de Los Miserables, fue un punto luminoso en medio de las agitadas aguas musicales. Al menos ellos lograron apaciguar, aunque sea por momentos, la tormenta sonora.
El resultado final de Ópera Rock fue una obra maestra del absurdo contemporáneo. Fue tan osada que dejó a la audiencia en un estado de perplejidad casi admirativa. Los aplausos finales no fueron estruendosos, más bien un reconocimiento solidario al esfuerzo colectivo por sobrevivir a la experiencia.
Quizás Ópera Rock sea un recordatorio de que el arte no tiene por qué ser perfecto para ser memorable. Entre luces estridentes, acoples ensordecedores y un repertorio que desafía toda lógica, lo que quedó claro es que la verdadera magia del espectáculo fue su habilidad para redefinir el caos como una forma de expresión. Y eso, sin duda, es digno de aplauso… aunque sea con una sonrisa irónica en el rostro.