Foto de inicio, cuando fue Embajador ante las Naciones Unidas (1857/1958)
Desde la penumbra de mis recuerdos, se eleva la figura de mi abuelo, Drago Mariano Šijanec, un hombre cuya vida fue un compendio de música, lucha y legado. A él le debo mi amor por la ópera, esa pasión que nació en 1972, cuando me llevó al Teatro Argentino de La Plata para ver «Carmen». Aquel día, los acordes de Bizet y las voces de Margarita Zimmerman y Horacio Mastrango se entrelazaron con las historias que mi abuelo contaba, y el mundo de la música se abrió ante mis ojos con la magnitud de una revelación.
Mi abuelo nació un 18 de diciembre de 1907 en la ciudad istriana de Pula, entonces parte del Imperio Austrohúngaro. Su infancia estuvo impregnada de melodías y partituras, con un padre director de banda de la Escuela de la Armada Austrohúngara y una madre docente de música en la escuela secundaria. Fue ella quien le enseñó a tocar el piano y el violín, sembrando las primeras semillas de su carrera musical.
Tras la Primera Guerra Mundial, el mapa de Europa cambió, y la familia Šijanec se trasladó a Máribor cuando Istria fue anexada por Italia. Allí, mi abuelo completó sus estudios secundarios, demostrando una precoz habilidad para la composición. Su talento no pasó desapercibido y, en 1927, recibió la Diplomatura Nacional Eslovena. Ese mismo año, compuso junto a Pino Mlakar una obra para el conjunto de ballet Ptič Samoživ, ganándose un lugar en la «generación Máribor».
La música llevó a mi abuelo a Praga, la capital musical de Europa en aquel entonces. Allí se especializó en la viola y estudió composición y dirección orquestal. En 1931, participó en la Competición Internacional de Composiciones en París, obteniendo un tercer premio. Su excelencia le valió una beca del Instituto de Fonética de Francia, donde perfeccionó sus estudios en la École Normale de Musique de París.
En París, se consolidó como director de la orquesta de la Sociedad de Música Yugoslava y miembro del Cuarteto Yugoslavo de París, entre otros roles destacados. Su trayectoria lo llevó a fundar y dirigir la Orquesta Sinfónica Estable en la Radio RTV Ljubljana al regresar a Eslovenia en 1935. Durante la Segunda Guerra Mundial, mi abuelo enfrentó la adversidad con valentía, dirigiendo conciertos incluso bajo la ocupación del Eje.
Tras la guerra, mi abuelo fue exiliado de Eslovenia, un país que ya no podía reconocer su talento. Encontró refugio en Italia, donde su carrera continuó en la Orquesta de la Ópera de Turín y posteriormente en La Scala de Milán. El destino lo llevó a Argentina en 1947, durante la primera presidencia de Juan Domingo Perón. Aquí, adoptó el nombre artístico de Mariano Drago y se convirtió en una figura central del Teatro Argentino de La Plata.
Recuerdo las historias que me contaba sobre sus viajes. Cada país representaba una búsqueda constante de un lugar en el mundo, un lugar donde su música pudiera resonar sin fronteras. En Italia, encontraba consuelo en las notas de la ópera, mientras que en París, la ciudad de la luz, la música y la libertad, sentía que su espíritu creativo podía volar sin restricciones. Pero fue en Argentina donde encontró su hogar, un lugar donde su música floreció y dejó una huella imborrable.
Mi abuelo dedicó su vida a la educación musical, fundando la Cátedra de Dirección Orquestal en la Universidad Nacional de La Plata y dirigiendo el Instituto de Capacitación Orquestal de Avellaneda. Su legado se perpetuó a través de sus alumnos, entre los que se cuentan nombres ilustres como Carlos Kleiber, Lalo Schifrin, Luis Bacalov, López Puccio, Anton Soler Biljensky, Alicia Terzian, Dante Santiago Anzolini, Juan Carlos Zorzi y Gabriel Senanes.
Alicia (mi abuela) y mi abuelo Drago, saludando al Sumo POntifice Juan Pablo II
En 1970, ya adulto, decidió compartir su vida con su amor, mi abuela Alicia, con quien se casó en Vicente López. En sus últimos años, ofreció estudios privados de dirección orquestal, formando a una nueva generación de músicos.
Recuerdo con claridad el año 1978, un año sabático que mis abuelos decidieron regalarme para una aventura inolvidable por Estados Unidos y Europa. Fue un viaje donde la cultura y la música se entrelazaron con el cariño, creando un recuerdo que atesoro profundamente.
Nos llevó a conocer a sus viejos amigos y colegas, y cada encuentro fue un capítulo lleno de música y momentos entrañables. En Nueva York, tuvimos la fortuna de escuchar a Carlo Bergonzi en una de sus últimas presentaciones. Esa experiencia aún resuena en mi memoria, como un eco lejano de perfección vocal. En varias cenas, compartíamos charlas con Miguel Ángel Veltri y Oralia Domínguez, cuyas conversaciones se entrelazaban con las historias de mi abuelo, llenando las noches neoyorquinas de risas y anécdotas.
Venecia fue otro hito en nuestro viaje. Estando en casa de Magda Olivero, tuvimos un encuentro memorable con Renata Tebaldi y otros cantantes como Fedora Barbieri, Raina Kabaivanska y Renato Brusson. Todos admiraban profundamente a mi abuelo. Sus conversaciones estaban llenas de recuerdos y risas, pero también de un profundo respeto y admiración por su legado. Era como si cada palabra fuese una nota más en la sinfonía de la vida de mi abuelo, una melodía que se enriquecía con cada historia compartida.
Uno de los momentos más emotivos de nuestra travesía fue en Madrid, en la Chocolatería San Ginés. Allí, nos encontramos con el gran director Frederick de Kubelik. Recuerdo a mi abuelo charlando con él sobre los viejos tiempos, mientras compartían churros y chocolate caliente. Sus ojos brillaban con una mezcla de nostalgia y felicidad, una tarde que quedó grabada en mi corazón como una joya de ternura y camaradería.
Nuestro viaje nos llevó también a su tierra natal, donde las ruinas de su antigua casa en Pula le arrancaron lágrimas de dolor y recuerdos. Pero ese dolor se transformó en orgullo cuando la UNESCO en París le otorgó una medalla por su legado a la música y por la paz. Fue un reconocimiento que atesoró profundamente, un símbolo de que su vida y su trabajo habían dejado una marca imborrable en el mundo de la música.
Mi abuelo no solo vivió la música; la encarnó en cada nota, en cada acorde. Su historia es un testimonio de la resiliencia y la pasión, y su legado musical sigue resonando en los teatros y en mis recuerdos. Cada vez que escucho una ópera, es como si volviera a estar a su lado, en aquel teatro de La Plata en su amado Teatro Argentino, redescubriendo el mundo a través de sus ojos y su amor por la música.