domingo, 8 de diciembre de 2024
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Megalópolis: Coppola fracaso y capricho- 39 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata

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Francis Ford Coppola, el hombre detrás de algunas de las películas más celebradas de la historia, decidió que su último acto debía ser el más grande de todos: una epopeya que no solo definiera su legado, sino que también sirviera como un grito de guerra al futuro del cine. En lugar de eso, Megalópolis es un desastre épico que grita una sola cosa: «¡Miren lo grande que es mi ego!» Esta película no es un testamento al genio; es una advertencia sobre los peligros de darle un cheque en blanco a un director que claramente ya no tiene a nadie que le diga “Francis, esto no tiene sentido”.

La premisa, en papel, podría haber sido interesante. Nueva York se transforma en “Nueva Roma” (porque nada dice “visión futurista” como una metáfora romana desgastada) y se convierte en el campo de batalla ideológico entre César Catalina, un arquitecto visionario, y el alcalde Franklyn Cicero, un político tradicionalista. En el centro de esta lucha está Julia, la hija del alcalde que también es amante del arquitecto, porque ¿qué es una historia de Coppola sin un drama familiar embarrado de pretensiones? Lo que podría haber sido un drama profundo se convierte en un desfile de diálogos que suenan como si Shakespeare hubiera sido resucitado y obligado a escribir bajo los efectos del LSD.

Y luego está el “megalón”, un material milagroso que Catalina ha inventado y que promete ser la solución a todos los problemas. De hecho, el megalón parece ser el único personaje en toda la película con algo de coherencia. Catalina no hace más que hablar sobre lo increíble que es, mientras el resto del elenco vaga por la pantalla diciendo frases grandilocuentes que no llevan a ninguna parte. En un momento, uno empieza a sospechar que Coppola está más interesado en glorificar su propio “material milagroso” (llámalo ego) que en contar una historia.

Visualmente, Megalópolis es, sin duda, impresionante. El vestuario de Versace, los escenarios fastuosos y los efectos especiales de última generación dejan claro que no se escatimó en gastos. Pero todo ese lujo no puede ocultar el vacío que yace en el corazón de la película. Es como un pastel espectacularmente decorado que, al cortarlo, resulta estar relleno de aire. Cada plano parece diseñado para gritar “¡Arte!”, pero lo único que transmite es “¡Dinero!”.

Lo más irritante es que Coppola parece absolutamente convencido de que esta película es un regalo al público, como si nos estuviera haciendo un favor al permitirnos presenciar su grandeza. Pero Megalópolis no es un regalo; es un castigo. Un recordatorio de que incluso los más grandes directores pueden perder la conexión con su audiencia cuando deciden hacer películas para alimentar su ego en lugar de para contar historias que importen.

El verdadero problema aquí no es solo el guion incoherente o los personajes caricaturescos. Es la actitud detrás de la película. Megalópolis es un ejemplo de lo que sucede cuando un director deja de ver al público como cómplice y empieza a tratarlo como un pedestal. Coppola no quiere que entendamos esta película; quiere que la veneremos. Y si no la entendemos, es porque no somos lo suficientemente inteligentes, no porque la película sea un amasijo de pretensiones sin sentido.

La película tiene momentos que pretenden ser “profundos”, pero que terminan siendo risibles. Una escena en la que Catalina da un discurso sobre la grandeza del megalón podría haberse reducido a un anuncio de cosméticos, porque la profundidad es exactamente la misma: pura superficie. Mientras tanto, el resto del elenco parece atrapado en un concurso de “¿quién puede sonar más intenso diciendo cosas irrelevantes?”.

Y luego está el final, una resolución tan abrupta y absurda que uno no puede evitar preguntarse si Coppola simplemente se cansó y decidió que ya era suficiente. Después de dos horas y media de caos narrativo, todo se resuelve de forma milagrosa y la utopía se hace realidad. ¿Cómo? No importa. Porque, según Coppola, los detalles son para los plebeyos.

Algunos dirán que Megalópolis es “cine del futuro”. No lo es. Es un monumento al pasado, una demostración de lo que sucede cuando un director se pierde en su propio mito. Coppola, alguna vez un maestro de la narrativa, ahora parece más interesado en construir un altar a sí mismo. Y el público, ese que lo convirtió en una leyenda, queda relegado al papel de espectador obligado a aplaudir, aunque no tenga idea de qué acaba de ver.

En resumen, Megalópolis es una lección de cine… pero no en el buen sentido. Es una advertencia de lo que sucede cuando el ego se convierte en el verdadero protagonista. Coppola no ha dirigido una película; ha montado un espectáculo narcisista. Y mientras él se eleva sobre su torre de mármol, proclamando su grandeza, nosotros abajo solo podemos preguntarnos: ¿cuánto más alto puede construir antes de que se desplome?

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