domingo, 18 de mayo de 2025
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Teatro: EL SALÓN DORADO – Un tapiz barroco de pasión y melancolía en el T. Cervantes

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El salón dorado. Adaptación de Marcelo Zapata y Oscar Barney Finn, sobre el cuento homónimo de Manuel Mujica Lainez . Intérpretes: Malena Figó, Mercedes Fraile, Lucila Gandolfo. Vestuario: Isabel Zuccheri. Planta escénica: Oscar Barney Finn. Iluminación: Claudio Del Bianco. Música: Rafael Delgado. Dirección: Oscar Barney Finn. Sala: Salón Dorado del Teatro Nacional Cervantes (Libertad 81). Funciones: jueves a domingos a las 18. Nuestra opinión: muy buena.

Subir las escaleras hasta el Salón Dorado del Teatro Nacional Cervantes para presenciar El Salón Dorado, es como adentrarse en un relicario donde el tiempo se detiene y los ecos de un Buenos Aires perdido susurran en cada rincón. Bajo la mirada visionaria de Oscar Barney Finn, cuya sensibilidad de orfebre teatral impregna cada detalle, esta adaptación libre del cuento de Manuel Mujica Lainez, escrita junto a Marcelo Zapata, se alza como un monumento barroco al ocaso de una aristocracia en declive. La estética de Barney Finn, tan única, tan viva, no solo se ve: se siente como un latido, un perfume, un abrazo que envuelve cada movimiento, cada escena, en una danza de luces y sombras que roza lo divino.

La genialidad de Barney Finn convierte el Salón Dorado, restaurado hasta recobrar su esplendor de antaño, en un protagonista silente, un templo dorado que respira historia. Sin escenografía tradicional, las molduras relucientes, los reflejos de las paredes y la majestuosidad del espacio se transforman en «la casona», un santuario que guarda los secretos de una familia al borde del abismo. Cada gesto de los actores es una pincelada maestra, como si Tiziano hubiera pintado sus siluetas: la iluminación de Claudio Del Bianco, un claroscuro que acaricia y desgarra, y la música de Rafael Delgado, un lamento que fluye como un río de terciopelo, tejen un tapiz sensorial que lleva la firma indeleble del director. El vestuario de Isabel “Mini” Zuccheri, con tafetas que susurran decadencia y bordados que narran glorias pasadas, son un reflejo de la sensibilidad barroca de Barney Finn, donde cada hilo cuenta una historia.

En este escenario de ensueño, las actuaciones son un milagro de carne y espíritu. Malena Figó, como Matildita, y Mercedes Fraile, como Doña Sabina, bordan con delicadeza la fragilidad y la altivez de una estirpe que se desvanece, sus voces son como hilos de oro que se entrelazan en el aire. Pero es Lucila Gandolfo, en el papel de Ofelia, quien se eleva como una figura trágica, esculpida por la propia mano de Barney Finn. Su actuación es un incendio de matices: cada mirada, cargada de codicia y anhelo; cada paso, un verso en un poema de deseo reprimido; cada silencio, un abismo que invita a caer. Gandolfo encarna a Ofelia con una intensidad que estremece, haciendo que su lucha interna –entre la sumisión y la ambición– sea tan tangible como el perfume del teatro. Su presencia, moldeada por la estética del director, convierte cada escena en un retablo barroco, un fresco donde la pasión y la penumbra se funden. La química con sus compañeras, especialmente en los duelos verbales con Doña Sabina, es un relámpago que ilumina la sala.

La firma de Barney Finn palpita en cada rincón de El Salón Dorado: en la coreografía de los cuerpos, que danzan al son de un réquiem dorado; en el ritmo de los 60 minutos, que fluyen como un río de ámbar; en la manera en que el texto de Mujica Lainez se transforma en un canto íntimo, un susurro que abraza al espectador. Esta obra, es un relicario teatral, un espacio donde las emociones se vuelven eternas y el corazón encuentra refugio. Es imposible no sentirse acogido, no enamorarse de este universo dorado donde la belleza y la tragedia se entrelazan en un abrazo inolvidable.

Con la pasión de un alquimista, Oscar Barney Finn nos convoca a subir las escaleras del Salón Dorado, a perdernos en su estética barroca y a dejar que cada movimiento, cada escena, nos envuelva como un manto de estrellas.

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