Ah, los orígenes de Saturday Night Live. Un programa tan caótico, irreverente y revolucionario que parece una idea concebida entre resacas, peleas por el último bagel y la resaca cultural de una época marcada por sueños rotos y utopías desmoronadas. Jason Reitman y Gil Kenan capturan esa energía primigenia en Saturday Night, una película que convierte los frenéticos 90 minutos previos a la primera emisión del programa en un desfile de nervios, excentricidades y suficientes dramas como para llenar una temporada de telenovelas.
Situada en 1975, la película no solo narra el nacimiento del icónico SNL, sino que también refleja el final de una era. Estados Unidos aún cargaba con la latencia emocional de la Guerra de Vietnam, los cambios de paradigmas sociales se cocían a fuego lento, y el hipismo, junto con su utopía de amor y paz, ya estaba dejando paso a un cinismo más crudo. Este contexto impregna cada rincón de la historia, desde las tensiones entre los personajes hasta el estilo de comedia del programa, una respuesta directa a una sociedad que buscaba reír para no llorar.
La trama arranca con Gabriel LaBelle como Lorne Michaels, un hombre que parece sentir sobre sus hombros no solo el peso de crear un show exitoso, sino el de redefinir el humor en un mundo que ya no sabe qué es gracioso. LaBelle camina una cuerda floja entre la visión ambiciosa y el pánico absoluto, una representación perfecta de alguien intentando salvar la cultura pop mientras el caos social arde a su alrededor. Mientras tanto, Finn Wolfhard, como el desesperado asistente de NBC, encarna con precisión esa mezcla de idealismo juvenil y agotamiento característicos de la época.
El verdadero MVP aquí es Nicholas Braun como Andy Kaufman, un comediante tan peculiar que parece canalizar toda la disonancia cultural de los 70 en su interpretación del surrealista sketch de “Mighty Mouse”. Su humor extraño y brillante refleja esa búsqueda por algo nuevo, una chispa de esperanza o simplemente algo lo suficientemente loco como para distraer del caos político y social.
Dylan O’Brien, como Dan Aykroyd, y Cory Michael Smith, como Chevy Chase, aportan al elenco una energía que parece alimentarse del descontrol de los tiempos. Sus enfrentamientos de ego no solo son divertidos, sino una metáfora del choque entre las viejas estructuras y las nuevas generaciones que buscaban hacer las cosas a su manera. Y luego está Matt Wood como John Belushi, el rebelde del grupo, cuyo carácter explosivo y desencantado parece encapsular la frustración de una generación atrapada entre sueños y realidades.
La película no sería completa sin su villano: la censura, aquí representada por Catherine Curtin como Joan Carbuncle. En una época en la que los artistas intentaban romper con las normas rígidas, sus enfrentamientos con los escritores del programa no solo son hilarantes, sino también una muestra del choque constante entre creatividad y control.
Con un diseño de producción que revive la estética de los años 70, Saturday Night no solo narra el caos detrás de las cámaras, sino que captura el espíritu de un momento histórico. Es un recordatorio de cómo la televisión, y en particular la comedia, puede ser un reflejo de las ansiedades y esperanzas colectivas de una sociedad.
En resumen, Saturday Night no es solo un homenaje a los orígenes de SNL; es una ventana a un momento en el que la televisión en vivo se convirtió en un campo de batalla para las ideas, las tensiones generacionales y los restos de una utopía rota. Es un caos glorioso, irreverente y profundamente entretenido que demuestra que, incluso en los tiempos más inciertos, la risa sigue siendo el mejor salvavidas.