LA «UNITA» de MARADONA a VERDI

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LA UNITA DI MARADONA A VERDI 

   Caminando por Nápoles, hace casi dos años atrás , recuerdo en una pared descascarada escrito en desgarradas letras azules: Viva nostra Ma(ra)donna di Napoli! . Excesivo y contundente, el grafiti mostraba de cuerpo entero ese espíritu de tifosi que el italiano promedio adopta en tantos aspectos de su vida, pero sobre todo en aquellos que realmente no poseen relevancia para el acontecer económico y social del país. En este caso, futbol y religión conectados por una devoción fervorosa, auténtico exvoto en spray que agradece de rodillas el otrora inalcanzable scudetto. Mayor y más inverosímil milagro no habría podido conceder a estos italianos del sur su nuevo santo patrón. Como siempre —como en tantas ocasiones— el italiano de a pie rendía tributo al individuo, que no a la individualidad, al protagonista, que no exactamente a la historia. Futbol, reivindicación social de los marginados del sur (lejanísimo y menospreciado eco de un poderoso ducado), sueño hecho realidad (ya que todos los demás seguirán vedados), incluso —si se permite el término— unidad.
Hace casi un siglo y medio, digamos que entre 1859 y 1870, al pasear de igual forma por cualquier ciudad italiana, desde Turín hasta Nápoles misma, o bien al atravesar uno de sus barrios marginales —o lujosos—, no era nada infrecuente to-parse con un muro que exhibía con enormes y desgarradas letras verdes, blancas y rojas: Viva Verdi! De nuevo excesiva y contundente, aunque en esta ocasión también críptica, la pinta callejera tenía entonces facetas múltiples: la de la psicología popular italiana (otra vez), la de la situación política del país, la de la creación operística (y en general artística) peninsular, y la de la pasional relación entre el público masivo y un género que hoy se considera elitista por antonomasia.

 

 

 

Acrónimo cada vez menos secreto de la libertaria y unificadora arenga: «Viva Vittorio Emanuele Re D’Italia!», este grafiti es una de las más irrefutables pruebas de la vinculación entre un compositor y su sociedad. Vinculación que se da, sí, desde una férrea voluntad del primero por gustar a la segunda; pero también desde el nexo íntimo entre una cambiante situación política y una mucho menos dinámica evolución estética. Por un lado, en 1859, el ejército austriaco es derrotado en Solferino por una fuerza combinada franco-italiana, en menos de dos años Lombardía es cedida a Piamonte, los ducados del norte de Italia son autorizados a votar por su integración al reino de Víctor Manuel de Saboya, y Garibaldi invade el Reino de las Dos Sicilias.En una frase: nace el Estado italiano. Sin embargo, esta pinta que se extiende por los cada vez menos atomizados reinos y ducados peninsulares, este grito que lo mismo profiere un verdulero que un joven abogado progresista que un anciano con ideales, engarza los dos aspectos recién mencionados y en apariencia excluyentes. Giuseppe Verdi (1813-1901), compositor célebre entre los célebres y verdadero epónimo operístico, encarna justamente la esencia de los dos temas consignados. Verdi atraviesa toda la Italia decimonónica, mama desde que nace el lenguaje musical rossiniano, lo digiere y finalmente lo excreta para desarrollar uno nuevo, pasa de joven promesa a prematura figura cimera, deviene al instante monumento artístico vivo de un país en ciernes y desemboca sorpresivamente en punta de lanza de la modernidad italiana del cambio de siglo. Todo esto sin dejar de gustar y sin dejar de ser popular, sin dejar de ser accesible y tarareable. Visto así, a un siglo de distancia, la proeza verdiana no se halla tan lejos de las gambetas del Pelusa: ambos, a su manera y a sus tiempos, van solos contra lo establecido, vulneran esquemas y convenciones sin dejar de atraer; ambos son centro y eje; ambos aparecen cuando el lenguaje de sus disciplinas luce agotado y trillado, cuando se venera la consistencia y no la chispa imprevista; ambos conservan el balón cuanto les place y lo ceden sólo cuando saben que más «daño» hará; ambos son y se saben ídolos, son y se saben influencia en miles de personas, son y se saben imán unificador.
Por eso Verdi habló tantos años «en Rossini»: si querían ser uno como país, los italianos debían primero parecerse, desarrollar fuertes puntos de contacto que amalgamaran una identidad. Y qué mejor pegamento que la unificación del lenguaje del género artístico italiano más popular, de su género, de la ópera. Ahí, entre muchos otros aspectos, reside la crucial importancia de este compositor y su grandeza. Muchos años llevó a Verdi —tantos como a sus compatriotas— aprender a aceptar la influencia extranjera sin confundirla con amenaza a la soberanía, muchos más aceptar a las nuevas generaciones de artistas italianos (encarnados para él en Arrigo Boito) y atreverse a trabajar con ellos. Sabio y pragmático, el viejo Verdi pudo todavía darse el lujo de propiciar una reconciliación estética interna en Italia, de darle la mano a los jóvenes, al futuro. De este apretón de manos surgió un impulso tal que lo ha hecho llegar con sobrada fuerza hasta nuestros días y, sin lugar a dudas, más allá. A cien años de su muerte sus óperas están vivas, colmadas de gambetas teatrales que nos siguen haciendo «túneles», de «cañonazos» de vocalidad que anotan desde fuera del área, y de una nobleza en el trazo general capaz de conmovernos acaso más de lo que quisiéramos y de lo que incluso nos atrevemos a aceptar.

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