Dirección musical: James Gaffigan. Dirección de escena: Willy Decker. Escenografía y vestuario: Wolfgang Gussmann. Iluminación: Hans Tölstede. Elenco: Nicholas Brownlee (El Holandés), Elisabet Strid (Senta), Franz – Josef Seling (Daland), Stanislas de Barbeyrac (Erik), Moises Marín (timonel), Eva Kroon (Mary) . Les Arts (Valencia), sala principal . Función; 2 de Marzo del 2025 . Nuestra calificación: muy buena
Imagina una tormenta desatada: olas que rugen, relámpagos que cortan la penumbra y un barco fantasma que surca el escenario del Palau de Les Arts. Así arranca El Holandés Errante en esta producción de marzo de 2025, un regreso triunfal de la ópera de Wagner a Valencia que reafirma la ambición de Les Arts por mantener su temporada como un faro del repertorio lírico. Con James Gaffigan al timón de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, la obertura nos agarra por el cuello desde el primer compás: las cuerdas vibran como si el mar mismo respirara, desnudas y afiladas, mientras los metales irrumpen con una fuerza que nos sacuden los huesos. Es un sonido que coquetea con el caos, pero nunca se despeña, tejiendo una red de texturas que captura la esencia de Wagner: esa mezcla de furia romántica y tormento interior que hace que el corazón se nos acelere. Gaffigan, despidiéndose como titular, dirige con una pasión que no necesita alardear: cada frase está tallada con precisión, como si la orquesta fuera un pincel en sus manos. Claro que no todo es impecable —el coro, con el refuerzo del Coro de la Comunidad de Madrid, patina un poco en el tercer acto, desfasado por su ubicación en la platea—, pero la orquesta sigue siendo el alma sonora de este barco, un motor que no se rinde ni en las aguas más turbulentas.


Der Fliegende Holländer – Richard Wagner.
Palau de Les Arts 25 de febrero 2025 . © Miguel Lorenzo-Mikel Ponce
Y luego están ellos: Elisabet Strid y Nicholas Brownlee, Senta y el Holandés, dos titanes que convierten esta producción en un duelo de emociones imposible de ignorar. Strid es una Senta que parece haber nacido con Wagner corriendo por las venas. Cuando entona la balada «Traft ihr das Schiff», su voz trepa al do alto como si fuera un juego, pero no es solo acrobacia: hay una fiebre en su canto, una obsesión que te clava en la butaca. Es luminosa y a la vez cortante, una mujer atrapada por un destino que abraza con los ojos bien abiertos. En el dúo con el Holandés, su entrega es pura electricidad, un cable vivo que chispea junto a la orquesta. Brownlee, por su parte, llega desde el otro lado del Atlántico para debutar en Europa como el Holandés, y vaya si deja huella. Su voz es un peñón tallado por el viento: sensual, oscura, con una grava que te eriza la piel. En «Die Frist ist um», te mete en la cabeza de un hombre condenado con una intensidad que no necesita adornos, aunque a veces su alemán se nuble y alguna nota tambalee —culpa, quizás, de una noche caprichosa—. Juntos, Strid y Brownlee son un huracán: cuando sus voces se cruzan en el segundo acto, con las cuerdas suspirando y los vientos gimiendo detrás, sientes que el teatro entero podría hundirse bajo el peso de tanta emoción.

La orquesta no se queda atrás en este baile de gigantes. Gaffigan la hace respirar con los protagonistas, como si cada instrumento tuviera un papel en el drama. Las cuerdas te envuelven en los momentos líricos, con un legato que corta el aliento, mientras los metales y maderas pintan el desasosiego del Holandés con pinceladas espectrales. Es un trabajo de orfebrería sonora que sostiene la producción incluso cuando otros elementos flaquean. Porque, sí, no todo brilla igual: Franz-Josef Selig (Daland) canta como un reloj suizo pero se mueve como estatua, y Stanislas de Barbeyrac (Erik) tiene chispa pero le falta volumen para pelearle a Strid. Eva Kroon (Mary) se pierde un poco en el vibrato, y el joven Moisés Marín (Timonel) promete mucho en sus breves apariciones, pero no basta para equilibrar la balanza.
La puesta en escena, firmada por Willy Decker, es el ancla que no termina de sujetar este barco. Un decorado único —un espacio enorme que hace de casa, puerto y nave a la vez— quiere ser profundo, pero se queda en tibio. Las telas que ondean como mar y los relámpagos de cartón piedra parecen sacados de otra época, y aunque la idea minimalista suena bien en el papel, en la práctica deja la acción a medio camino, como una sombra que no se atreve a crecer. La orquesta y los protagonistas tienen que cargar con todo, y lo hacen con creces, pero uno no puede evitar imaginar qué habría pasado con una dirección visual más atrevida.
Aun así, este Holandés Errante es un voto rotundo a favor de la temporada de Les Arts, una apuesta que dice «seguimos aquí, navegando con fuerza». La orquesta, con Gaffigan al frente, es un cañón de belleza y precisión; Strid y Brownlee son el corazón latiende de un drama que te agarra y no te suelta. No es una producción perfecta —la escena se queda corta, el coro tropieza a ratos—, pero tiene vida, tiene garra, y tiene momentos que se te pegan a la memoria como sal en la piel. Es un barco que surca el mar con orgullo, y aunque no llegue a puerto como leyenda, te deja con ganas de volver a embarcarte.