La Pilarcita: dramaturgia y dirección, María Marull. Elenco: Agustina Cabo, Julia Catalá, Mercedes Maltedo, Fran Ruiz Barlett. Música: Julián Kartum /letra: María Marull. Asistente de dirección: Alejandra D’Elia. Escenografía: Alicia Leloutre, José Escobar. Iluminación: Matías Sendón. Vestuario: Jam Monti. Sala: El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960 – C.A.B.A.). Funciones: Viernes 20 hs y 22 Hs. Nuestra calificación: excelente
En tiempos donde el teatro suele buscar el impacto con fuegos artificiales y estridencias, La Pilarcita, escrita y dirigida con exquisita sensibilidad por María Marull, se revela como un tesoro silencioso: un susurro poético que acaricia el corazón y nos recuerda por qué el escenario sigue siendo un lugar sagrado para el encuentro humano. Esta joya, que surge desde la calidez entrañable del litoral argentino, borda con hilos finísimos una celebración de la fe, la sencillez y la profunda humanidad que habita en los gestos más pequeños.
La acción se sitúa en Concepción de Yaguareté Corá, un rincón correntino detenido en el tiempo entre siestas ardientes y el canto obstinado de los grillos. Allí, en un humilde hotel atendido por Celina y su amiga Celeste, confluyen las vidas de Selva, una mujer urbana que busca un milagro para su pareja Horacio, y la de los pobladores inmersos en la festividad de La Pilarcita, esa santa popular nacida del sacrificio infantil que el pueblo ha convertido en mito y consuelo. Este relato devocional funciona como delicado pretexto para que Marull explore las fisuras del alma: la colisión entre lo rural y lo citadino, lo palpable y lo místico, lo que se dice y lo que apenas se susurra.
La dramaturgia de Marull es un tapiz bordado con minuciosidad: el calor que abruma, una guitarra que desgrana chamamés, la ropa tendida en un patio donde la vida transcurre sin prisa, el fulgor festivo de un traje de comparsa que contrasta con el polvo del camino. La escenografía de Alicia Leloutre y José Escobar y la iluminación de Matías Sendón recrean con sobriedad y belleza ese universo donde cada objeto vibra con historia. La dirección, tan precisa como delicada, permite que la obra fluya con naturalidad, como si no fuera actuada sino vivida.

El elenco es un verdadero latido colectivo. Mercedes Moltedo, chispeante y luminosa como Celeste, regala una interpretación cargada de humor y ternura, un remolino de ilusiones que sueña con brillar en la comparsa. A su lado, Agustina Cabo otorga a Celina una densidad emocional que revela los sueños no cumplidos y el peso melancólico del quedarse. Julia Catalá, en el rol de Selva, compone un personaje frágil, casi traslúcido, que se abre lentamente a la complicidad de Celeste en un vínculo que se convierte en el corazón palpitante del relato. Las intervenciones de Fran Ruiz Barlett como Hernán, sumadas a las canciones de Julián Kartun y Marull, envuelven la puesta en una bruma lírica que eleva cada escena.
Pero lo que convierte a La Pilarcita en un prodigio escénico es su sutil manera de entretejer lo cotidiano con lo trascendente. No hay milagros grandilocuentes aquí; el verdadero prodigio está en la amistad que salva, en el deseo que empuja a avanzar, en esa fe despojada de dogmas que se sostiene en la mirada del otro. Marull nos regala, con delicadeza infinita, un espejo donde confrontar la prisa insensata de la ciudad con la pausa sabia del pueblo, la soledad ruidosa del asfalto con la compañía silenciosa del interior.
“Cuando una quiere algo, hay que salir a buscarlo”, dice Celeste en un instante de luminosa verdad. Esa frase sencilla condensa el espíritu de una obra que nos invita a reconocer el milagro en lo cotidiano, a confiar en el poder transformador de los vínculos y a abrazar, sin temor, nuestras propias fragilidades.
Y por último, debo confesar: esta vez, mi otro yo —el severo Dr. Merengue, siempre dispuesto a señalar cualquier exceso o flaqueza— no tuvo razones para asomar su irónica cabeza. Ante un trabajo de esta excelencia, lo único posible es el silencio respetuoso y la rendición incondicional.
Al abandonar la sala, el espectador lleva consigo algo más que la memoria de una bella función: se va con la íntima certeza de que los milagros —como este teatro honesto y vibrante— existen. Y que, por suerte, se construyen con la materia más noble que tenemos: el amor y la verdad.