sábado, 19 de julio de 2025
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La función que sale mal conquista el Multiteatro con estilo británico y caos criollo

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Autores: Henry Lewis, Jonathan Sayer, Henry Shields. Traducción: Pablo Rey. Dirección: Manuel González Gil. Elenco: Diego Reinhold, Héctor Díaz, Fredy Villareal, Dan Breitman, Victoria Almeida, Gonzalo Suárez, Maida Andreanacci y Federico Ottone. Música: Martín Bianchedi. Escenografía: Lula Rojo. Iluminación: Matías Sendón. Fx: Guillermo Toledo. Vestuario: Romina Giangreco. Sala: Multiteatro (Avda. Corrientes 1283 C.A.B.A.). Funciones: miercoles a domingo 20,30 Hs. Nuestra calificación: excelente


Ah, el teatro! Ese noble arte donde todo puede salir bien… salvo cuando no. Y en esta nueva reposición de La función que sale mal en el Multiteatro de Buenos Aires, todo, absolutamente todo, se desploma con una gracia tan ensayada como un vals entre muebles con voluntad propia. Bajo la meticulosa (y sospechosamente encantadora) dirección de Manuel González Gil, esta delicia británica firmada por Henry Lewis, Jonathan Sayer y Henry Shields demuestra que el caos, cuando se sirve bien caliente, puede ser más efectivo que una taza de Earl Grey con whisky.

El elenco es un escuadrón de élite del disparate, una suerte de comando humorístico entrenado para provocar risas incluso si se les cae una lámpara en la cabeza. Diego Reinhold, por ejemplo, se luce como maestro de ceremonias del desastre con su ya conocida mezcla de carisma entrañable y físico expresivo. Su mirada traviesa y su cuerpo siempre al borde del colapso generan un liderazgo torpe pero irresistible, como si Chaplin hubiese hecho un curso de clown en el Teatro San Martín.

Héctor Díaz, con su eterna cara de «yo no fui», entrega una interpretación deliciosa, tejida con hilos de absurdo, rigor técnico y una sutileza que estalla cuando menos se espera. Díaz encarna al actor que quiere salvar la obra como sea, aunque eso implique quedar sepultado por la escenografía o tragarse un texto entero de memoria mientras todo arde a su alrededor. Su presencia impone una seriedad tan solemne que, en contraste con el caos, es doblemente hilarante.

Fredy Villarreal aporta su veteranía con una precisión quirúrgica para el ritmo cómico. Domina el arte del remate visual y el gesto mínimo con potencia de tsunami, y cada una de sus intervenciones es un golpe de risa camuflado en la apariencia de un actor que «no entiende bien qué está pasando, pero va igual». Su control del tempo humorístico —ese saber cuándo mirar, cuándo callar, cuándo explotar— demuestra que no hay improvisación en el verdadero caos teatral: todo está coreografiado con maestría.

Dan Breitman, claro, brilla como una joya rara entre las ruinas. Su actuación es una clase magistral de timing físico y expresividad sin palabras. Salta, corre, se cae, se levanta y vuelve a caer, como un acróbata de la risa en plena función de riesgo, y todo eso lo hace sin perder nunca el vínculo con el público. Tiene la intensidad de un estudiante de arte dramático en pleno examen final y la frescura de un chico que acaba de descubrir que hacer reír es un superpoder. Breitman se adueña del escenario como quien se tropieza con él por accidente: con entusiasmo, precisión y un guiño pícaro en cada paso.

Victoria Almeida aporta una elegancia clásica con aires de heroína de novela victoriana, pero con tacos inestables y frases interrumpidas por accidentes escénicos. Su actuación es una delicia de contrastes: es la actriz que se esfuerza por mantener la compostura mientras todo a su alrededor se desarma con entusiasmo, como si estuviera en un episodio de Downton Abbey dirigido por los Monty Python.

Maida Andreanacci, por su parte, explota un talento cómico afinadísimo, combinando gestualidad expresiva, timing verbal impecable y una entrega física sin pudores. Su personaje, que lucha contra decorados rebeldes, micrófonos traicioneros y objetos que se niegan a obedecer, es un canto a la perseverancia del artista en medio del caos. Maida logra hacer de cada error un hallazgo y de cada torpeza un chiste memorable.

Federico Ottone asume el rol del técnico de escena con la resignación de quien sabe que, haga lo que haga, el mundo se vendrá abajo igual. Su interpretación, cargada de humanidad y comicidad involuntaria, aporta una capa meta-teatral encantadora, como si alguien hubiera contratado al encargado del edificio para actuar… y el tipo resultara ser un comediante natural. Su complicidad con el público y su relación con los objetos lo convierten en un eslabón clave de la cadena de caos.

Gonzalo Suarez, finalmente, se mueve con la soltura del actor que conoce cada tornillo del engranaje cómico y sabe cuándo apretar, cuándo soltar, y cuándo dejar que todo explote. Su energía en escena es contagiosa, y su habilidad para actuar dentro del «actor que actúa mal» es digna de un equilibrista emocional, siempre al borde del ridículo, pero con el aplomo de un Sir en smoking.

La dirección de Manuel González Gil es un artefacto de precisión disfrazado de accidente continuo. Cada caída, cada puerta que no abre, cada línea mal dicha está orquestada como una sinfonía de errores perfectos. Convierte el pandemonio en ballet y el colapso en partitura cómica. Y por si fuera poco, lo hace con una estética visual que coquetea con el music hall, la farsa tradicional y la sitcom con alma de vodevil.

La escenografía creada por Lula Rojo como también la iluminación de Matías Sendón, los Fx de Guillermo Toledo, el vestuario de Romina Giangreco y la música de Martín Bianchedi merecen una ovación propia. No solo colapsa con entusiasmo, sino que lo hace con sentido dramático. Cada tabla floja, cada clavo mal puesto, cada lámpara que cae, están coreografiados como si tuvieran un sindicato de objetos en huelga artística. Y ni hablar de los accesorios: parecen tener vida propia y, de hecho, son más impredecibles que algunos compañeros de elenco en funciones en vivo.

Esta nueva reposición confirma que La función que sale mal no es solo una gran comedia, sino una de las piezas más afinadas del humor físico contemporáneo. Su humor, seco como un buen chiste inglés y exagerado como un sketch de la televisión argentina de los 90, consigue algo cada vez más raro en el teatro: hacer reír sin necesidad de cinismo ni groserías.

Producida por Juan Manuel Caballe, Tomás Rottemberg y Faroni Producciones, la obra es una celebración del arte de fallar bien, de tropezar con intención, de decir una frase equivocada con exactitud milimétrica. En el Multiteatro, brilla con una torpeza gloriosa que debería enseñarse en las escuelas de arte dramático: una masterclass de cómo caerse con gracia, olvidar líneas con ritmo y hacer que el público ría hasta que se le aflojen los gemelos.

Así que si lo suyo es el humor fino con un toque de descontrol latino —como un scons con dulce de leche— no se pierda esta comedia. Porque, como bien saben los británicos, cuando todo se desmorona, lo único sensato es reír. Y en esta función, créame, se ríe. Mucho.

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