miércoles, 23 de abril de 2025
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Música: RIVAROLA & ZOZULIA, una tarde en que la música rescató al alma

LECTURA RECOMENDADA

«María Belén Rivarola y Rozita Zozulia ofrecieron un concierto inolvidable en el Palacio Libertad, donde la poesía del canto y la complicidad sonora devolvieron al público el goce profundo del arte verdadero».

Recital lírico. Soprano: María Belen Rivarola. Pianista: Rozita Zozulia. Salón de Honor (Palacio Libertad). Sábado 5 de Abril, 18 hs. Nuestra calificación: excelente

Hay tardes en que la ciudad parece detener su pulso rutinario para dar lugar a lo extraordinario. La del sábado pasado fue una de ellas. En el Salón de Honor del Palacio Libertad —ese espacio donde la historia abraza al arte con dignidad—, un concierto de soprano y piano se transformó en un acto de belleza rara, íntima y conmovedora. La protagonista de esta epifanía fue María Belén Rivarola, acompañada al piano por Rozita Zozulia: juntas, tejieron un repertorio donde la voz y el silencio, el sonido y la emoción, se entrelazaron con una sensibilidad fuera de lo común.

No escribo desde el entusiasmo efímero, sino desde el profundo reconocimiento de una entrega artística auténtica, elaborada con cuidado y ofrecida con alma. Desde la primera nota quedó claro que no estábamos ante una mera sucesión de canciones, sino frente a una relación emocional minuciosamente delineada.

El viaje comenzó con Georges Bizet. En Ouvre ton cœur , la calidez del vibrato de Rivarola, apenas insinuado, y la fineza de su fraseo prepararon una atmósfera envolvente, íntima, como si el salón entero respirara al compás de su canto. En Chant d’amour , la intérprete moduló los contrastes dinámicos con soltura, oscilando con elegancia entre lo confesional y lo exaltado. Cada nota se convertía en un puente hacia la emoción siguiente.

El tránsito a Reynaldo Hahn trajo un giro poético. L’enamourée fue delineada con una delicadeza casi elegíaca, cargada de melancolía sin artificio. Y en L’heure exquise , la voz de Rivarola flotó con tal pureza y legato, que por un momento el tiempo pareció suspenderse. La afinación cristalina y el control del aliento construyeron un instante mágico, de esos que se guardan en la memoria auditiva como un perfume leve y persistente.

Entonces llegó Les chemins de l’amour de Poulenc, y allí ocurrió algo difícil de explicar con palabras. El fraseo de Rivarola —tan elegante, tan musical— evocó la sombra luminosa de Yvonne Printemps, pero sin caer jamás en la copia ni en el tributo vacío. Fue una apropiación fresca, contemporánea, de la chanson francesa: un canto con verdad, con dicción impecable y emoción depurada. En complicidad con Rozita Zozulia, la pieza se convirtió en un instante de pureza emocional, un susurro que dijo más que cualquier clamor.

Con Les filles de Cadix de Léo Delibes, la soprano desplegó una energía vivaz, casi juguetona. Su voz, flexible y brillante, se deslizó con soltura por los pasajes virtuosos y culminó en agudos lanzados con desparpajo y alegría. El entusiasmo del público fue espontáneo y sincero: la técnica aquí fue vehículo de una fiesta sonora.

Luego, llegó el turno de nuestra música. Las canciones de Carlos Guastavino encontraron en Rivarola un intérprete ideal: La rosa y el sauce fue cantada con una melancolía contenida, sin excesos, y por eso aún más penetrante. Anhelo , Riqueza , En los surcos del amor y Ya me voy a retirar mostraron una conexión sincera con el alma del repertorio argentino. La voz aquí no declamó: confesó. Y en ese decir medido, sin afectación, la música popular rozó la poesía más íntima.

La zarzuela dijo presente con Al pensar en el dueño de mis amores de Ruperto Chapí. Rivarola lo abordó con gracia, picardía escénica y un claro sentido del estilo, despertando gestos de entusiasmo instantáneo. Con Un bel dì vedremo de Puccini, su Butterfly fue contenida pero palpitante, construyendo la emoción de a poco, sin golpes de efecto. Esa contención fue, paradójicamente, lo que más conmovió.

Pero si hubo un momento donde el alma se elevó por encima de toda descripción, fue con Měsíčku na nebi hlubokém de Dvořák. La Canción a la Luna encontró en la soprano una intérprete capaz de rozar lo onírico: el timbre se volvió sutil, ingrávido, flotando sobre el acompañamiento como un reflejo sobre agua quieta. Allí, Rozita Zozulia aportó uno de sus momentos más luminosos: su piano fue susurro, eco, terciopelo. Un diálogo perfecto con la voz, donde ambas artistas se disolvieron en una misma sensibilidad.

El encore, Meine Lippen, sie küssen so heiß de Franz Lehár, cerró la noche con una nota de encanto y coquetería. Ligereza técnica, brillo escénico y una sonrisa compartida entre cantante y pianista coronaron una jornada memorable.

Mención aparte merece Rozita Zozulia. Su presencia no fue un mero soporte: fue arquitectura sonora, complicidad afectiva y escucha activa. Su toque, de articulación precisa y fraseo maleable, supo dar a cada obra el color justo, sin nunca imponerse ni desaparecer. Fue un arte de equilibrio, como el de un gran actor que, desde el segundo plano, da brillo a la escena central.

En un tiempo donde lo inmediato suele ganar terreno sobre lo perdurable, este concierto nos recordó algo esencial: que el arte verdadero no solo se escucha, se siente; que la música, cuando se entrega con verdad y sin atajos, tiene aún el poder de salvarnos del ruido y de nosotros mismos. En el Palacio Libertad, esa tarde, se abrió una grieta luminosa en la rutina, y por allí se coló, por un instante, la belleza más pura.

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