miércoles, 23 de abril de 2025
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Ópera: AÍDAen el Teatro Colón, Tres estrellas brillaron, el resto cayeron al olvido

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Aída, ópera de Verdi. Elenco: Jennifer Rowley (Aída), Daniela Barcellona (Amneris), Martin Mühle (Radamés), Youngiun Park (Amonasro), Simon Lim (Ramfis), Fernando Radó (rey de Egipto), Monserrat Maldonado (sacerdotisa), Diego Bento (mensajero). Dirección escénica: Roberto Oswald (reposición de Aníbal Lápiz). Dirección musical: Stefano Ranzani. Coro, Orquesta y Ballet estables del Teatro Colón. Teatro Colón, función del 18 de Marzo. Nuestra opinión: regular.

El Teatro Colón inaugura su temporada lírica 2025 con «Aída», ese espléndido monumento a la grandilocuencia donde Verdi desplegó toda la pompa de un faraón con sentido del drama. Pero en lugar de ofrecer un renacimiento glorioso, el Colón nos obsequia con una resurrección innecesaria: la producción de Roberto Oswald de 1996, desenterrada con el fervor de un arqueólogo convencido de que la historia no caduca. Aníbal Lápiz se ocupa de la escena y los vestuarios con la seguridad de quien cree que lo pomposo basta para ser majestuoso; Lidia Segni coreografía con la pasión de un burócrata contando sellos, y Rubén Conde ilumina con la desgana de quien preferiría que todo se desarrolle en penumbras.

La tragedia de «Aída» es un delicado tejido de traiciones y vanidades: Aída entrega a Radamés por su padre, Radamés entrega Egipto por amor, Amneris entrega su dignidad por despecho, y Ramfis, con la gélida indiferencia de un funcionario celestial, los destroza a todos sin inmutarse. Pero esta producción, en lugar de adentrarse en los abismos del drama, se contempla a sí misma con la soberbia de un anfitrión enamorado de su propio reflejo. La escenografía de Oswald es grande y vacía, los vestuarios de Lápiz parecen concebidos para un carnaval de museo, y la coreografía de Segni tiene la urgencia de un desfile de modas en cámara lenta. La «Marcha triunfal», concebida para estremecer con su grandeza, aquí se reduce a un eco deslucido en un escenario que se siente demasiado vasto para la emoción ausente. La dirección de Stefano Ranzani, al frente de la Orquesta Estable, es funcional, pero estéril; la música de Verdi sobrevive a pesar de sus ejecutores.

Los cantantes ofrecen una velada donde unos brillan con luz propia y otros se apagan como velas en un vendaval. Jeniffer Rowley, como Aída, llegó con expectativas tras su hazaña días atrás, cuando reemplazó sin ensayo a una Giannatasio en duelo y salió al ruedo con decencia. Pero anoche, su voz se la sintió quebrada. Su centro, que alguna vez tuvo peso, sonó caprino, deshilachado, y en “O patria mía” apenas alcanzó a sostenerse, dejando un regusto de decepción. Comparada con otras Aídas que han pisado este escenario, Rowling fue de lo aceptable a lo prescindible, una protagonista que no protagonizó nada.

Martin Mühle, como Radamés, es el retrato del tenor que promete mundos y entrega susurros. Su voz tiene volumen, pero su fraseo es tan uniforme que convierte hasta los momentos más ardientes en un ejercicio de paciencia. «Celeste Aída» comenzó con cierto vigor y terminó en una languidez alarmante; sus dúo con Rowley fueron tan insulsos que parecían un acuerdo mutuo de invisibilidad. Si Radamés debe ser un héroe atormentado, Mühle prefiere ser un soldado en licencia sin mayor interés en la batalla.

Martin Mühle. Foto gentileza, Lucia Rivero – Prensa Teatro Colón

Y luego está Daniela Barcellona, una Amneris que no solo canta, sino que devora el escenario con la furia de una tormenta en el Nilo. Su «Anatema» del cuarto acto no fue un aria, fue un veredicto. Cada nota, cada fraseo, fue un golpe implacable que llenó el teatro con la certeza de que estamos ante una artista en pleno dominio de su arte. Barcellona no solo opaca a sus compañeros, los anula; esta «Aída» no le pertenece a Aída, sino a Amneris, y cualquiera que piense lo contrario sencillamente no estaba prestando atención.

Daniel Barcellona. Foto gentilez: Lucia Rivero- Prensa Teatro Colón

Youngim Park, como Amonasro, es la sorpresa que redime la noche. Su barítono, oscuro y vibrante, infunde al rey etíope una mezcla de astucia y desespero que lo convierte en un personaje fascinante. Su escena con Aïda en el tercer acto fue un duelo en el que la hija apenas consiguió sobrevivir. Park es un Amonasro que exuda nobleza y amenaza, un personaje que pide más espacio del que Verdi le concede.

Youngim Park. Foto gentileza: Lucia Rivero – Prensa Teatro Colón

Simon Lim, como Ramfis, completa el trío de ases. Su bajo es una lección de autoridad contenida: sin aspavientos ni excesos, domina cada escena con la seguridad de quien sabe que la verdadera fuerza no necesita adornos. En el juicio de Radamés, Lim pronunció su sentencia con la certeza de un destino inapelable. Su Ramfis no solo es un sacerdote, es un arquitecto del destino que observa a sus peones moverse con la indiferencia de un dios menor.

Foto gentileza, Carlos Villamayor – Prensa Teatro Colón

El resto del elenco se mueve entre lo correcto y lo prescindible. Fernando Rado, como el Faraón, es poco más que una figura decorativa con voz. Montserrat Maldonado, como la Sacerdotisa, susurró con la tibieza a flor de voz. Diego Bento, como el Mensajero,estuvo correcto , anunció su parte y desapareció sin dejar huella. El Coro Estable, disciplinado y solvente, fue el único elemento que mantuvo el nivel de excelencia esperado, bajo la direccion del Mtro.Miguel Martinez. El ballet de Segni, en cambio, se movió con el entusiasmo de empleados en su último día de trabajo.

En suma, esta «Aída» es un banquete donde solo algunos platos son dignos del festín. Barcellona, Park y Lim sostienen la velada con una autoridad que deja en evidencia las carencias del resto. Rowley y Mühle, en cambio, deambulan por la escena con la insustancialidad de figurantes en una obra que no los necesita. La producción de Oswald y Lápiz es un ejercicio de nostalgia mal entendida, donde la grandiosidad se confunde con la repetición y el pasado se impone como un dogma. Verdi, magnánimo, sobrevive a sus verdugos. Que Amneris reine, que Amonasro intrige, que Ramfis dicte sentencia; los demás pueden retirarse sin aspavientos, que su ausencia será apenas un eco perdido en la inmensidad del Colón.

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