jueves, 20 de marzo de 2025
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Cine: LA SEMILLA DEL FRUTO SAGRADO, un golpe al rostro del régimen iraní

LECTURA RECOMENDADA

Nuestra calificación: Muy buena

Mohammad Rasoulof no hace cine; hace bombas molotov con celuloide, y La Semilla del Fruto Sagrado es su explosivo más reciente, lanzado desde el exilio en Alemania contra el régimen de ayatolás que lo quiso silenciar. Nominada al Oscar 2025 como Mejor Película Extranjera, esta obra es un dedo medio alzado a los opresores de Teherán, un grito que resuena desde las sombras de un país donde disentir cuesta la vida.

La película sigue a Iman (Missagh Zareh), un juez del Tribunal Revolucionario —o sea, un lacayo del régimen— cuya ascensión en la jerarquía del terror coincide con las protestas tras el asesinato estatal de Mahsa Amini en el 2022. Cuando su revolver desaparece, este padre de familia se transforma en un clon doméstico de los mulás: paranoico, brutal y patético. Su esposa Najmeh (Soheila Golestani) y sus hijas, Rezvan (Mahsa Rostami) y Sana (Setareh Maleki), son las víctimas colaterales de un hombre que encarna el ADN del totalitarismo iraní: control, miedo y una hipocresía tan densa que apesta. Rasoulof convierte esta casa en un espejo del Irán actual, donde el régimen no solo aplasta calles, sino almas.

Filmada a escondidas bajo la nariz de esos carceleros con turbante, la película empieza como un drama sofocante —diálogos punzantes, silencios que cortan— y luego estalla en un thriller que escupe verdad en la cara del poder. Las imágenes de archivo de las protestas, con mujeres quemando hiyabs y jóvenes desafiando balas, no son un adorno; son un recordatorio de que mientras los mulás rezan por el control, la calle les está arrancando el trono a mordiscos. Las hijas de Iman, rebeldes en ciernes, son la semilla del título: un Ficus religiosa que crece para ahorcar a sus tiranos, sean padres o dictadores.

Claro, no es perfecto. Sus casi tres horas pueden sentirse como un sermón largo, y el giro de la segunda mitad —de la introspección al caos— podría irritar a los puristas. Pero, ¿quién necesita pulcritud cuando estás pateando la puerta de un régimen que cuelga cuerpos como trofeos? Las actuaciones, sobre todo la de Golestani como una madre atrapada en la telaraña del patriarcado teocrático, duelen de tan reales. Rasoulof no pide permiso ni se disculpa: su cámara es un arma, y ​​cada plano, un disparo.

La semilla del fruto sagrado no es solo cine político; es un acto de guerra cultural contra un régimen que teme más a las ideas que a las sanciones. Ganadora del Premio Especial en Cannes 2024, esta película le dice al mundo —y a los oscuros señores de Irán— que su tiempo se acaba. Los tiranos pueden encarcelar cuerpos, pero no películas. Y esta película, mordaz y sin miedo, es la prueba de que la revolución ya está germinando. Que tiemblen los mulás: su fin tiene subtítulos.

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