Carmen, Basado en la ópera homónima de Georges Bizet. Coreografía: Marcia Haydèe. Dirección musical: Zoe Zeniodi. Solistas: Natalia Pelayo (Carmen), Valentin Batista (Don José), Camila Bocca (Micaela), Federico Fernandcez (Escamillo), Maricel De Mitri (dueña de la fabrica), JUan Pablo Ledo (primer oficial), Fernando Haziel (segundo oficial). Ballet estable Teatro Colón. Director: Julio Bocca. Sala:Teatro Colón (CABA). Función: viernes 11 de abril 20 hs. Foto de tapa,gentileza Carlos Villamayor, Prensa Teatro Colón. Nuestra calificación: buena
Confieso que hace unos años me inquietó la posibilidad de que joyas como Carmen fueran mutiladas o desterradas del escenario por ofender sensibilidades modernas, en particular por su retrato crudo de la violencia hacia la mujer. La obra, con su tragedia anunciada y esa moraleja casi cínica —“sé libre, pero no esperes salir ilesa”—, parecía un blanco fácil para la tijera puritana. Por fortuna, el público, que no se deja llevar por modas pasajeras, sigue llenando salas y exigiendo reversiones que, lejos de domesticarla, dan otra vuelta de tuerca a esta historia indomable.
La coreografía de Marcia Haydée se ciñe al pulso del canto y captura lo esencial de la trama, permitiéndose libertades como eliminar o añadir personajes —adiós a la dueña de la fábrica, sin que nadie la extrañe—. La orquesta y los solistas sostienen la poesía musical, aferrándose al espíritu de Georges Bizet y al texto de Prosper Mérimée con una fidelidad que esquiva cualquier tentación de corrección política.
El primer acto es un desafío, tanto para quien lo reversiona como para quien lo presencia. Hablamos de uno de los momentos cumbres de la lírica: un ritmo impecable, personajes que irrumpen con fuerza, el vaivén entre coro y solistas, todo envuelto en un exotismo español que roza la perfección. Llevar eso al ballet es como intentar atrapar un relámpago en una botella, y aunque el intento es valiente, no siempre logra la chispa original.

El segundo acto, en cambio, deslumbra. Escenografía, ciertas luces y vestuario conspiran para elevar la narrativa, opacando incluso el gusto excesivo por la violencia explícita —un guiño, quizás, a quienes buscan escandalizarse—. La partitura de Bizet y el brío de los bailarines compensan con creces; Hay poesía en las pasiones apenas sugeridas, porque insinuar, señores, suele ser más seductor que mostrarlo todo. El movimiento, cargado de metáforas, hace el resto.
Zoe Zeniodi empuña la batuta con la autoridad que Carmen exige. Aquí no hay cantantes que escoltar, solo bailarinas que dependen de su pulso, y ella lo entiende. Supera con garbo los tropiezos de algún instrumento solista, recordándonos que la música no tolera distracciones.

Los primeros bailarines, Natalia Pelayo y Valentín Batista, son un incendio controlado. Su química ilumina el escenario, y su solidez actoral compensa que, en esta obra, la técnica del ballet ceda protagonismo a la interpretación. Los personajes cobran vida, aunque no siempre gracias al cuerpo de baile, que muestra fisuras técnicas —los hombres, en particular, no convencen en la escena de la prisión—. Sin embargo, las tabaqueras y la taberna, pilares del coro, vibran con la intensidad que la obra merece.
Y luego está la pregunta inevitable: ¿qué dice esta Carmen en tiempos de feminismo militante? Francamente, no mucho, o al menos no lo que algunos esperarían escuchar. La sala abarrotada da una pista: el arte, cuando es sublime, no necesita rendir cuentas a las cruzadas del momento. Carmen seguirá reinando, con sus claroscuros y sus verdades incómodas, mientras los guardianes de la moral se agotan en debates estériles.