Autora: Carolina Tejeda. Intérpretes: Carolina Tejeda, Ignacio Rodríguez de Anca y Norberto Moreno. Música original: Norberto Moreno. Idea y realización general: Boca de Gallo. Dirección: Carolina Tejeda e Ignacio Rodríguez de Anca. Sala: La Gloria Espacio Teatral ( Yatay 890 – CABA) – Funciones: Domingo 20 hs. Nuestra calificación: muy buena
En el latir íntimo de Rastros del gesto analógico, Boca de Gallo nos convoca a un ritual escénico donde la memoria se desdobla, frágil y luminosa, como una fotografía que tiembla entre los dedos. No es teatro en su forma más convencional, no es mera representación; es un susurro poético que acaricia los bordes de lo performático, un lienzo vivo donde cada gesto, cada objeto, cada silencio, resuena con la hondura de un recuerdo que se niega a desvanecerse. Aquí, lo analógico no es solo un eco del pasado: es un grito, un abrazo, una herida que sangra genealogías.
Carolina Tejeda e Ignacio Rodriguez de Anca, se convierten en oficiantes de esta ceremonia. Sus cuerpos, delicados y feroces, danzan sobre las huellas de mujeres cuyos nombres la historia quiso borrar. Cada movimiento es un verso, cada pausa un lamento; su precisión escénica teje una partitura de emociones que abraza lo íntimo y estalla en lo colectivo. Verlos es sentir el peso de las ausencias, el roce de las sombras que aún nos habitan.
La escena, en su aparente desnudez —una mesa, una falda, un destello de luz—, es un universo en sí misma. El teatro de objetos, en manos de Boca de Gallo, se revela como un arte mayor, capaz de transformar lo mínimo en un torrente de sentidos. Una falda se vuelve pantalla, un carrusel artesanal susurra vidas rotas, una fotografía fija el instante para que el corazón lo desborde. Todo en Rastros… es fragmento, y en esa fractura radica su belleza: la memoria, como la vida, no se completa, pero vibra en cada pedazo.
Lo analógico, con su tacto rugoso y su promesa de permanencia, reina en este montaje. La imagen fotográfica, ese instante robado al tiempo, se erige como protagonista: no solo muestra, sino que invoca. ¿Qué es recordar sino elegir un recorte, un gesto, un objeto que sostenga el peso de lo que fuimos? La obra nos enfrenta a esa pregunta con una ternura que desarma y una crudeza que hiere. Los dispositivos escénicos —el brazo que manipula, la luz que titubea, el papel que se sacude como un mantel cargado de migajas— son poesía en movimiento, un canto a lo precario que nos define.

La música de Norberto Moreno, con sus cintas gastadas y sus zumbidos de máquinas olvidadas, es el alma sonora de este viaje. No acompaña: abraza, sostiene, narra. Es como si el pasado mismo cantara desde los márgenes, con una voz que resuena en el pecho del espectador. Y sobre ese telar sonoro, las capas de sentido se multiplican: luces que acarician, sombras que duelen, objetos que, en su rotura, cuentan la impermanencia de todo lo humano.
En el centro, la mujer. No un símbolo, no una idea, sino un rostro, un nombre, una genealogía que respira. Rastros del gesto analógico es un acto de amor, un espacio donde lo silenciado encuentra cuerpo y voz. Un parto, una huida, un bombardeo: cada relato escénico es un latido que repara, que resiste, que reclama. La obra no solo evoca; transforma la escena en un archivo vivo, donde lo íntimo se funde con lo colectivo en un abrazo que no suelta.
Esta experiencia no se consume: se vive, se siente, se lleva en la piel. Boca de Gallo, con una valentía que emociona, nos entrega un montaje que no pide permiso para existir. Exige ser mirado con el corazón abierto, con los sentidos alerta, y deja tras de sí una estela de preguntas que arden mucho después del último aplauso. Rastros del gesto analógico es un recordatorio de que el teatro, en su esencia más pura, es un acto de resistencia, un refugio para las memorias que, aun rotas, no dejan de brillar.