Aurora. Ópera de Héctor Panizza, libreto en italiano de Luigi Illica Dirección musical: Ulises Maino. Dirección de escena: Betty Gambartes. Escenografía y vestuario: Graciela Galán. Reparto: Daniela Tabernig (Aurora), Fermín Prieto (Mariano), Hernán Iturralde (Don Ignacio), Alejandro Spies (Raimundo), Santiago Martínez (Bonifacio), Cristian Maldonado (Don Lucas), Virginia Guevara (Chiquita), Claudio Rotella (Lavin). Coro Estable del Teatro Colón, dirigido por Miguel Martínez. Orquesta Estable del Teatro Colón. En el Teatro Colón. Nuestra opinión: regular.
El Teatro Colón, con su inagotable despliegue de «pompa y circunstancia», nos ha regalado una nueva versión de Aurora, esa ópera que, al parecer, encarna la grandeza patriótica de la Argentina. Y qué manera tan única de hacer patria, damas y caballeros. Lo que esta vez nos han presentado es un desfile escolar recalentado, más cargado de solemnidad que de sustancia, que nos lleva de un monasterio cordobés en ruinas a lo que solo podría describirse como un «karaoke patriótico». Sí, leyeron bien: cuando creíamos que lo habíamos visto todo, el tenor junto con el director de orquesta deciden invitarnos a entonar la canción a la bandera. Así es, señoras y señores, hemos alcanzado la cúspide de la grandeza operística: un concurso de canto amateur ¡en pleno Colón! ¡Brillante!
Betty Gambartes, en su rol de directora escénica, nos ofrece «puesta fluida», que en realidad significa que todo el mundo corre como si estuviera huyendo de las paredes transparentes del primer acto, diseñadas por Graciela Galán. ¡Ah, esas paredes! Como si estuviéramos atrapados en una pesadilla existencialista digna de un manual de filosofía tercer mundista, los personajes intentan escapar, tal vez no tanto del monasterio en ruinas, sino del sinsentido mismo de la puesta en escena. Ese monasterio, que supuestamente debía sumergirnos en un ambiente de conflicto interno y espiritualidad, terminó pareciendo un set de televisión olvidado, uno de esos que algún canal noventoso dejó tirado en un depósito, cubierto de polvo junto a disfraces de utilería olvidados.
Y luego, el gran giro inesperado: un picnic campestre al estilo Billiken. Sin previo aviso, pasamos de la melancolía de las paredes invisibles a una explosión de colores que parecía sacada de una edición especial del 25 de mayo. Molina Campos revive en caricaturas gauchescas mientras nos sumergimos en un desfile de bombachas y peinetones que haría sonrojar hasta al mismísimo San Martín. Solo faltaba que nos arrojaran escarapelas al público y nos vendieran empanadas y pastelitos para completar el cuadro patriótico. ¡Una postal que haría historia!.
El intervalo épico (que desapareció misteriosamente)
La verdadera sorpresa (y no en el buen sentido) llegó con el famoso «intervalo épico». Ese glorioso momento que debería darnos un respiro entre actos, se evaporó como por arte de magia. El intervalo, en una jugada digna de David Copperfield, se fusionó con el segundo acto, como si alguien hubiera olvidado que existía un telón de por medio. Mientras esperábamos ansiosos los caballos (de altri tempi) y los guerreros que alguna vez hicieron su entrada triunfal, lo único que obtuvimos fue una escena que se desplomó sobre sí misma. Una lección magistral de cómo no hacer pausas dramáticas. Lo que debió ser un momento de expectación y tensión, terminó siendo una «mazamorra» de criollos y españoles, con un sol bosquejado sobre la pintura de Leónidas Gambartes que, sin querer ofender, habría recordado al desprevenido espectador el famoso «Sol sonriente» de Colgate. ¡Una sonrisa brillante para todos!
El clímax: el karaoke patriótico
Fermín Prieto, junto al director Ulises Maino, y su valeroso intento de inmortalizarse con la Canción de la Bandera. Tras una interpretación que, siendo generosos, fue menos que memorable, Prieto, en lugar de retirarse con dignidad, decidió «invitar» (o más bien ordenar) al público a participar en un «karaoke patriótico». Y no, no fue un bis solicitado por la brillantez de su canto; fue un acto forzado que transformó al Colón en una especie de matiné donde el público, más que emocionado, fue manipulado.
Este intento de «remembranza nacionalista» no solo cayó en saco roto, sino que dejó un claro tufo a demagogia. Prieto y Maino, en un gesto que pretendía emular el célebre bis de Riccardo Muti en Nabucco, contra el gobierno de Silvio Berlusconi, intentaron darle un aire de grandeza a la escena. Pero claro, lo de Muti fue un acto de resistencia en una función única, cargado de genuina intención política. Lo de estos dos artistas, en cambio, fue un fallido intento de usar la ópera como plataforma política, convirtiendo al público en peones de un barato juego emocional. La comparación con Muti no podría haber sido más desafortunada: lo que en un momento fue un gesto simbólico y valiente, aquí se transformó en una farsa demagógica que manipuló sin piedad al público presente. ¿Habrá alguien entre los espectadores que, más allá de la patriótica arenga, se haya dado cuenta de lo que realmente ocurrió?
En cuanto a las voces, Daniela Tabernig en el rol de Aurora nos ofreció una interpretación… interesante. Su centro vocal, a ratos perdido, nunca terminó de instalarse cómodamente en la zona alta, lo que dio como resultado una Aurora que parecía más confundida que apasionada. Tal vez sea un reflejo de la confusión escénica, quién sabe. Lo cierto es que el personaje no terminó de despegar y que aparte uno no sintió como en rol a la excelente cantante que tanto nos ha dado durante su carrera.
Fermín Prieto, por su parte, luchó con todas sus fuerzas para sobrevivir al rol de Mariano. Y cuando digo «luchó», me refiero a que su voz, especialmente en las notas altas, parecía estar escalando el Aconcagua sin equipo de soporte. Prieto, ya cansado para cuando llegó el famoso bis, nos dejó con la impresión de que la partitura de Panizza era, como mínimo, demasiado para él. Mariano es un personaje intenso, pero aquí la intensidad fue más bien un esfuerzo titánico por no desplomarse en pleno escenario.
Los que sí brillaron en medio del caos fueron Hernán Iturralde (Don Ignacio), Alejandro Spies (Raimundo) y Cristian Maldonado (Rodrigo), quienes lograron destacar con interpretaciones sólidas y bien ajustadas. Pero el verdadero toque de frescura lo dio Virginia Guevara como Chiquita. Con su chispa y ligereza, Guevara logró arrancar algunas sonrisas sinceras, cosa que se agradece en medio de tanto desorden.
El coro, sin embargo, no estuvo a la altura de otras noches. Si bien su intervención fue correcta, fue como si las voces hubieran decidido unirse al espíritu escolar que dominaba la escenografía, dejando a un lado la majestuosidad que solemos esperar de ellos. Las emisiones vocales fueron titubeantes, y en más de una ocasión, el conjunto pareció simplemente desvanecerse entre las paredes transparentes y los gauchos de historieta.
En cuanto a la dirección orquestal, Ulises Maino tampoco tuvo su mejor noche. La orquesta estable del Colón, que en otras ocasiones ha mostrado un refinamiento admirable, esta vez sonó descoordinada y caótica. Los tempos fueron erráticos, los fortes abrumadores, y en más de una ocasión, los protagonistas se vieron opacados por el tsunami sonoro que emanaba del foso. Tal vez Maino estaba buscando recrear el caos épico de la Revolución de Mayo, pero lo que terminó creando fue más bien una tormenta sin dirección, y los pobres cantantes solo podían aferrarse a la esperanza de que todo terminara pronto.
Al final, uno se va del teatro preguntándose si esto fue un intento fallido de modernizar una ópera nacional, o simplemente una confusión escénica de proporciones épicas. Lo que sí sabemos es que Aurora, la ópera que alguna vez fue el símbolo de la argentinidad en la lírica, ahora se ha transformado en un peculiar híbrido de telenovela cordobesa, revista de historietas y karaoke patriótico. Y si eso no es una muestra de evolución cultural, entonces no sé qué lo es…