Hoy, mientras hojeaba algunos textos críticos sobre una famosa ópera argentina que hace apenas unos días fue montada en el Teatro Colón, me surgieron algunas reflexiones. Ah, los críticos. Y aquí me incluyo, claro está, porque ser periodista en este mundillo exige una buena dosis de autocrítica. Esa especie peculiar que, en su afán de dejar una huella imborrable en el universo del arte, muchas veces olvida que, antes de escribir, hay que entender. Pero luego está él… el espécimen. Ese crítico de manual que, con la delicadeza de un elefante en una tienda de porcelana, se atreve a lanzar la palabra “asco” como si fuera un término técnico. Y no, no estamos hablando de una metáfora poética ni de una hipérbole literaria. ¡Ojalá! Estamos ante el literal, crudo y lamentable “asco”, el mismo que emplea para referirse a un colega. ¿Vaya uno a saber cuál? La cuestión es que solo se puede interpretar como el desesperado intento de alguien que claramente no ha entendido nada.
Este crítico, cuya altanería se despliega como una densa cortina de humo para ocultar el abismo existencial de su ego, parece convencido de que formar parte del círculo de los “elegidos” que ocupan una butaca en el Teatro Oficial lo eleva automáticamente al Olimpo del juicio estético. ¡Qué dicha debe ser transitar por la vida con tal presunción! Imagínenlo: recorriendo los pasillos del teatro con un andar soberbio, creyendo que cada paso suyo es el latido mismo del arte, mientras su pluma—si es que se puede llamar así—escurre un veneno barato que ni siquiera alcanza el nivel de sátira. Porque no, ni para eso tiene talento.
En su mundo todo está “bien”. Todo es “correcto”. Todo huele a incienso y vino caro. Si algo brilla en el firmamento del Teatro Oficial, él, nuestro querido crítico mediocre, se apresura a pulirlo con elogios huecos y rimbombantes. No sea que alguien lo acuse de ser, ¡oh, horror!, mínimamente cuestionador. ¿Cómo osaría, este pontífice de la obviedad, cuestionar la sacralidad de una producción que le han puesto delante como ofrenda? Es mucho más cómodo soltar su verborrea como quien distribuye bendiciones desde un púlpito imaginario. Porque claro, para él, cuestionar es tarea de los plebeyos. Él está aquí para aplaudir lo que se le indica.
Y luego está su verbo. ¡Qué espectáculo! Un repertorio tan limitado que se reduce a dos categorías: lo “magnífico” y lo “asqueroso”. ¡Qué versatilidad! Como si el arte solo pudiera habitar en esos extremos, sin espacio para los matices, los grises, lo que verdaderamente provoca reflexión. Pero claro, esos matices son demasiado complejos para su intelecto reducido. Eso sí, su tono siempre destila condescendencia. Como si el resto de los mortales—nosotros, los que intentamos ver más allá de lo evidente—estuviera permanentemente esperando su juicio omnisciente, como si fuera Moisés descendiendo del Monte Sinaí con las tablas de la ley crítica bajo el brazo. La diferencia, por supuesto, es que sus “mandamientos” no tienen ni la claridad ni la profundidad de los originales.
Qué gran servicio le hace al arte, ¿verdad? Esa labor tan ardua de soltar halagos insulsos o de usar vulgaridades cuando algo se le escapa, que es casi siempre. En su afán de parecer el gran árbitro del buen gusto, ha olvidado—si es que alguna vez lo supo—que la crítica no es solo un aplauso mecánico o una palabra hiriente lanzada sin pensar. No, la crítica verdadera exige profundidad, desafío y una buena dosis de autocrítica. Y claro, eso requiere esfuerzo, algo que él prefiere evitar a toda costa. Es más fácil seguir la corriente, dejarse arrastrar por las producciones rimbombantes y nunca, jamás, cuestionar nada. ¿Para qué molestarse en desarrollar criterio si puede seguir viviendo cómodamente en su burbuja de autocomplacencia?
Lo más irónico, lo que realmente merece un aplauso, es que su altanería no es más que una máscara barata. Una careta que intenta—y fracasa en—ocultar una inseguridad galopante. Porque, al final del día, este crítico no es más que un mediocre con delirios de grandeza. Un eco lejano y distorsionado en un universo lleno de voces realmente calificadas. Esas voces que, a diferencia de él, no se contentan con aplaudir lo que les ponen delante ni con gritar “asco” cuando el juicio de un colega les resulta incomprensible. Críticos que, a diferencia de él, saben de lo que hablan y no necesitan escupir insultos para rellenar su vacío argumental.
Así que, querido crítico, sigue creyendo que tu palabra es la verdad, sigue pensando que eres el faro que ilumina el camino hacia la comprensión del arte. Pero mientras lo haces, recuerda esto: no eres más que un pequeño punto en este vasto universo de crítica y creación. Un punto que, por mucho que lo intentes, jamás brillará más allá de la sombra de tu propia mediocridad. Mientras tanto, los verdaderos críticos seguiremos escribiendo, desafiando y, sí, creando. Porque el arte no necesita aduladores vacíos ni jueces amargados. Se alimenta de aquellos que tienen algo que decir. Y tú, querido mío, apenas tienes algo que murmurar…