Buenos Aires, a días del estreno de “Vanya”, Oscar Barney Finn reflexiona sobre el proceso creativo, su colaboración con Paulo Brunetti y la vigencia de la mirada chejoviana.
A las cinco de la tarde, en el refugio que el Teatro siempre le reserva a los que no pueden dejar de crear, Oscar Barney Finn me recibe con la serenidad de quien ha visto pasar generaciones, modas y dogmas, sin que ninguno haya logrado alterar su pulso escénico. Maestro de la dirección argentina, narrador de sensibilidades en penumbra, Barney se prepara para un nuevo estreno: Vanya, la versión de Simon Stephens inspirada en Tío Vania de Antón Chéjov, la misma que Andrew Scott convirtió en un fenómeno teatral en Londres.
“Fundamentalmente —me dice con esa voz que mezcla lucidez y ternura—, se trata de Chéjov. Stephens lo redujo, sí, pero la esencia sigue ahí.”
“Cuando tuve el texto en mis manos, volví a leer la obra original. Quería comprobar que la estructura, los personajes y las tensiones argumentales estuvieran intactos. Chéjov necesita su propio tempo. Y no hablo de ritmo escénico, sino de ese pulso interno, casi biológico, que hace que sus personajes respiren.”
Barney vuelve a la palabra “respirar” varias veces. No es casual. En su universo, el teatro no se interpreta: se habita.
“Las obras de Chéjov tienen cuatro actos y un tiempo que hoy resulta exigente para el espectador contemporáneo, tan habituado al vértigo. Pero ese tiempo es parte de la esencia. Si se acelera, se pierde el alma del texto.”
El director decidió trasladar la acción a la Argentina actual, con una mirada de profunda coherencia estética y emocional.
“La versión londinense situaba la acción en un Londres contemporáneo. Pero yo necesitaba traerla a nuestra realidad. Pensé que debía desarrollarse en una provincia, no en Buenos Aires, porque los personajes hablan de bosques, de incendios, de una naturaleza que se transforma y los afecta. Entonces me incliné por la Patagonia. Una Patagonia cercana a los bosques, con su propia historia, sus heridas, sus cambios climáticos y sus silencios. Me parecía el espacio perfecto para que el conflicto respirara con autenticidad.”
La adaptación no se limita al paisaje. Barney Finn también revisó los perfiles de los personajes. En particular, el del profesor Serebriakov, el marido de Elena, cuya profesión en la versión inglesa era la de director de cine.
“Eso no me funcionaba en el contexto argentino. Me resultaba ajeno. Decidí transformarlo en un político. Un exgobernador que, tras terminar su mandato, busca instalarse en Buenos Aires con una banca en el Senado. Me pareció más honesto, más actual. Es un hombre que no quiere soltar el poder, y esa obsesión lo lleva a vender la casa familiar, el campo, sin pensar en los que quedan atrás. Esa es la tragedia: la indiferencia.”

Mientras habla, Barney vuelve una y otra vez al corazón de la puesta: los personajes.
“Vania, Sonia, Elena, Astrov… Son cuatro almas desencontradas. Carentes de amor, necesitadas de amor, y siempre a la deriva. Viven esperando una caricia que no llega. Esa desolación es lo que más me atrae del universo de Chéjov. No hay héroes, hay seres que esperan.”
El desafío de Vanya no termina en la dirección ni en la adaptación. Lo monumental del proyecto reside en su intérprete: Paulo Brunetti, quien encarna a los ocho personajes de la obra. No es la primera vez que Barney y Brunetti trabajan juntos —la dupla ha compartido escenarios en piezas como Brutus y otros montajes unipersonales—, pero esta vez el reto se multiplica.
“Paulo tiene una capacidad camaleónica extraordinaria. Pero lo más valioso no es su virtuosismo técnico, sino su profundidad emocional. No quiero que haga una cabalgata de transformaciones rápidas. No se trata de mostrar destreza, sino de sostener la verdad interior de cada alma. Chéjov no se acelera: se respira. Por eso trabajamos mucho los silencios, los intervalos, la respiración entre frase y frase. Los silencios en Chéjov son tan elocuentes como las palabras.”
Hablamos de la versión londinense protagonizada por Andrew Scott.
“Es brillante —admite—, pero tiene un ritmo muy acelerado, muy arriba. Esa adrenalina puede resultar atractiva, pero aleja de la esencia chejoviana. Tampoco hay que caer en la lentitud, que es otro error: cuando el ritmo se aplana, el contenido se pierde. Lo que intento es encontrar un equilibrio entre el pulso actual y la melancolía del original.”
Sobre la estructura, Barney detalla:
“Los actos segundo y cuarto son más simples, las escenas son de a dos, con un flujo más íntimo. Pero el primero y el tercero son más corales, más complejos. Allí el desafío para Paulo es enorme. Tiene que entrar y salir de personajes constantemente, sin perder el hilo emocional. Es una exigencia brutal, pero también un ejercicio de maestría.”
La conversación se vuelve más introspectiva cuando el maestro reflexiona sobre su proceso.
“Dirigir Vanya es volver a un territorio que conozco, pero desde otro lugar. Es trabajar con los materiales de siempre —la soledad, el desencuentro, la espera—, pero vistos desde la mirada de hoy. Yo creo que el público actual, incluso el joven, puede conectarse profundamente con Chéjov si se le da una mano, si la puesta le ofrece una claridad que lo guíe. Esa claridad es mi responsabilidad como director.”
El futuro inmediato incluye presentaciones en Buenos Aires, en el British Arts Centre, y luego una temporada en Mar del Plata, en la sala Cuatro Elementos.
“Es una sala que me gusta mucho —confiesa—. Ya estuvimos el verano pasado con La lluvia seguirá cayendo. Pero allí habrá que hacer una readaptación: cada espacio tiene su propia energía. En el teatro uno nunca deja de reconstruir. Cada escenario es una nueva versión.”
Antes de despedirnos, Barney habla del cansancio que conlleva este proceso, aunque su tono no delata fatiga sino vocación.
“Vengo hablando de Vanya desde las once de la mañana —ríe—, pero es inevitable: la obra me tiene absorbido. Requiere concentración, entrega. A esta altura de la vida, uno sabe que cada proyecto es también una forma de agradecerle al teatro por seguir llamándonos.”
Y mientras se aleja hacia el ensayo, pienso que hay algo profundamente coherente en su manera de entender el arte: una fidelidad sin solemnidad, una emoción sin estridencias. Oscar Barney Finn continúa buscando lo esencial, lo que no se dice pero se siente, eso que Chéjov —y solo Chéjov— supo convertir en un latido.

