En un Colón casi vacío, donde la majestuosidad del teatro apenas comenzaba a vibrar con los acordes de Orfeo en los Infiernos, una crítica musical del siglo XXI observaba el ensayo desde las primeras filas, anotando en su libreta. A su lado, un hombre vestido con ropa contemporánea miraba la escena con una sonrisa discreta, pero profundamente divertida. Las luces iluminaban el caótico Olimpo que se preparaba en el escenario, con los dioses bostezando y Júpiter maldiciendo su aburrimiento.
—Es que… —comenzó a decir la crítica, sin apartar los ojos de los cantantes—. Sinceramente, no entiendo cómo esta obra tan irónica y frívola ha llegado hasta aquí, al Colón. Es demasiado… mordaz, ¿no le parece? No encaja con la grandeza de este lugar. El público busca trascendencia, emoción verdadera, no… esto.
El hombre, que hasta entonces había permanecido en silencio, soltó una risa suave, como si hubiera estado esperando exactamente ese comentario.
—¿Demasiado mordaz, dice usted? —replicó, aún con los ojos en el escenario—. Oh, créame, la ironía es una de las pocas verdades universales. Y la risa, una de las mayores emociones humanas. Mire a esos dioses ahí arriba —señaló al Júpiter aburrido y a Venus lanzando miradas perezosas desde su esquina—. ¿No es acaso delicioso verlos bajados de su pedestal? ¿Ver a Venus, la gran diosa del amor, convertida en una diva que se queja porque no le prestan suficiente atención? La grandeza no siempre es seria, querida.
La crítica lo miró por un instante, confundida por el entusiasmo del hombre.
—Es que esto es demasiado irreverente —insistió—. La ópera, al menos aquí en el Colón, debería respetar su solemnidad. Este es un templo del arte. Y Orfeo en los Infiernos, con todos esos dioses embriagados, las peleas de amantes, y ese… final con el can-can… no lo sé, me parece una burla. Y no estoy segura de que el público vaya a entenderlo. Quizás en Francia, con su tradición más ligera, pero aquí… es un poco vulgar.
El hombre soltó una carcajada más sonora esta vez.
—Ah, la vieja acusación de la vulgaridad. ¿Sabe usted? Siempre que alguien se escandaliza por algo, suele haber algo de verdad escondida ahí. Lo que pasa es que el público no siempre quiere verse reflejado en el espejo de la comedia. Prefieren la tragedia, donde el sufrimiento está a la distancia. Pero la sátira… ¡la sátira les pone un espejo en la cara! Mis dioses no son perfectos. Júpiter es un mentiroso, Orfeo es un egoísta, y Venus… ¡Ah, Venus! La gran Venus, que en mi obra no es más que una diva cansada del drama eterno. —El hombre gesticulaba con emoción, casi como si estuviera describiendo una escena que había visto muchas veces, aunque la crítica aún no lo sospechaba—. Yo no hago esto para burlarme del arte, hago esto para que el arte nos devuelva la risa, para que recordemos que la grandeza también tiene sus debilidades.
—Pero el final… —interrumpió la crítica, intentando retomar el control de la conversación—. Esa galopada furiosa, el famoso can-can… No puedo evitar sentir que es una concesión al espectáculo barato, algo que se espera en un cabaret, no en un teatro como este. El Colón tiene una tradición, y no sé si el público aquí está preparado para algo tan… escandaloso.
El hombre se inclinó un poco hacia adelante, disfrutando visiblemente de la conversación.
—Escandaloso, dice usted. ¡Qué palabra tan maravillosa! El can-can era escandaloso en mi tiempo también, y eso lo hacía hermoso. Era una explosión de energía, una patada al decoro, a las normas. Mientras el mundo intentaba mantener el control y la compostura, ahí estaban esas piernas alzándose al ritmo frenético de la música. El can-can no es solo un baile, es una rebelión. Y el hecho de que cierre mi ópera, con todos esos dioses enloquecidos por el caos, es exactamente lo que quería. Júpiter, Orfeo, Venus… todos han caído en la trampa de sus propias pasiones, y el único final posible es el delirio. ¿No es eso una metáfora perfecta para el caos humano?
—Aún así —respondió la crítica, sin dejarse convencer del todo—, no estoy segura de que eso sea lo que el público del Colón busca. Aquí esperamos que la ópera sea grandiosa, no que nos haga sentir como si estuviéramos en un carnaval.
El hombre la miró, y por primera vez una chispa burlona cruzó sus ojos.
—¿Cree usted que la grandeza y la diversión no pueden convivir? Mi querida, ¿acaso los dioses no tienen derecho a soltarse un poco? El Colón es majestuoso, lo concedo, pero también el arte lo es cuando nos recuerda que la vida es absurda, que los grandes caen, que incluso los más poderosos pierden la compostura. Y ahí, en esa pérdida, está la verdadera belleza. Porque el público no solo viene a ser elevado, también viene a verse reflejado. Y si no logran reírse de sí mismos, ¡entonces son ellos quienes están perdidos!
La crítica lo miró, notando ahora el brillo extraño en su mirada, como si hablara desde otro lugar, desde otro tiempo. Algo en la manera en que hablaba le resultaba… familiar. Y entonces, como quien recuerda algo olvidado, el hombre hizo una pausa, sonrió aún más, y finalmente dijo:
—Disculpe mi descortesía, me presenté mal. Déjeme corregirlo: soy Jacques Offenbach.
La crítica parpadeó, procesando lentamente lo que acababa de oír. Miró a aquel hombre, a su sonrisa inquebrantable, y soltó una risa nerviosa.
—¿Jacques Offenbach? , si claro y yo soy La Reina de Saba ¿De verdad?
El hombre hizo una pequeña reverencia, con la elegancia de otro siglo.
—Así es. Y créame, he vuelto para asegurarme de que el can-can sobreviva en cualquier época… especialmente en el Colón.