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Eugenio Zanetti, frente a Pagliacci

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San Juan, Argentina, 28/11/2925. Me encuentro con Eugenio Zanetti en la dirección del Teatro del Bicentenario. Viene del estreno mundial de su Pagliacci, una producción monumental: tan cinematográfica como política, tan italiana como brutalmente argentina.

Le saludo y al sentarme me sonríe con ese aire de muchacho eterno que nunca perdió y, antes de que yo encienda el grabador, me dice: “Sergio, uno no puede morirse sin enseñar lo que sabe”. Ese, pienso, es Zanetti: lúcido, lúdico, feroz y tierno. Y así comienza la entrevista.

El origen del impulso

—Eugenio, noches pasadas en tu nueva propuesta escenica Pagliacci, uno sintió que latía. Era San Juan, era Italia, era tu vida. ¿Qué te llevó a hacer esta producción así, tan tuya, tan cinematográfica?

—Mirá, … uno trae todo adentro. Desde cómo te dio la leche la enfermera hasta tu último suspiro: está todo ahí, mezclado. Y sale junto. Y a veces, cuando algo insiste, abre caminos.
Yo sé que no queda bien decir “suerte”, pero la suerte existe. Si preferís llamarlo destino, adelante. ¿Por qué un chico de 16 años, en el año 63, termina manejando un camión en Afganistán? Ninguno lo sabrá. Ni yo.
El otro día encontré un pájaro de metal que compré en Kabul para regalarle a un amigo que murió antes de que pudiera dárselo. Eso también soy yo.
Creo que la vida es como una alfombra persa: cuando sos joven estás demasiado cerca para ver el dibujo; la edad te da el retiro necesario para comprender por dónde fuiste.

Italia, Argentina y el espejo napolitano

—En tu Pagliacci se ve tu paso por Italia, pero también se ve Los Salsasi de Matera, Agrigento, Caserta… y al mismo tiempo, la sombra política, el totalitarismo, la Argentina filtrada. ¿Cómo surgió eso?

Porque la ópera es completa, Sergio. Mirá: estaba en Nápoles comiendo al aire libre, y vino una persona de la calle: sin dientes, no sé si era un mendigo porque no me pidió nada. Me mira y me dice: “Lei è artista, eh? Usted es artista”. “Sí”, le digo. Y me responde: “Lei non si può morire senza insegnare al popolo cos’è l’arte. No se puede morir sin enseñarle al pueblo lo que es el arte”. Y se fue.
Y vuelve y me pregunta: “Lei, che pensa di Tesla?”
Y nos trenzamos en una conversación sobre Tesla.
Eso es Nápoles.

Hay algo napolitano que se parece a la Argentina: lo caótico.
El quartiere spagnolo es Argentina. Mi obra sale de ahí: del relámpago, del instante.

—La apertura con Mussolini fue impactante. ¿Por qué empezar así?

Porque necesitaba claridad inmediata.
En dos segundos, el público debía entender que esta historia no transcurre en lo abstracto, sino en un mundo donde la violencia ya está instalada.
El fascismo no es decoración: es un estado del alma social.
Italia 1940 podría ser cualquier país donde el poder aplasta lo íntimo.
Y hoy, esa resonancia es enorme.

Foto gentileza: @dani.ordonez (Prensa Teatro del Bicentenario, San Juan)

—Hay un detalle en la producción: esa tela blanca que se abre desde la derecha del escenario. Fantasmagórica, purísima. Era la célebre imagen de “Cuando pasaron las grullas ¿Lo pensaste así?

Esa imagen es memoria pura. No mía solamente: memoria humana. Esa tela —que no es telón, no es bandera, no es un sudario, pero es todas esas cosas a la vez— entra en diálogo con el espacio vacío. Y Canio, atrapado en su propia máscara, queda suspendido entre esas puertas abiertas que no llevan a ninguna parte. Somos ambos de la época del recuerdo. Somos hijos de imágenes que siguen respirando

—¿Mostrarías esta producción en Italia?

—Sí. Me intriga cómo reaccionaría el público italiano, que tiene olfato fino para lo político disfrazado de arte. Creo que la entenderían. Y si no, también sería interesante ver por qué.

Mario Cassi (prólogo/Silvio). Foto gentileza: @dani.ordonez (Prensa Teatro del Bicentenario, San Juan)

Pasolini, Callas y el aprendizaje cinematográfico para la ópera

-Estar con Pasolini en los 60’ y con una artista como “Callas” durante meses en plena filmación de Medea, ¿qué té marcó en tu carrera que estaba en los inicios?

Absorbí mucho la experiencia de ser un pinche en Medea de Pasolini. Esa era la razón por la que fui a Afganistán, aunque no lo sabía.
Cuando volví a Roma me dieron un trabajo en un teatro off-off, hicimos Medea, y Pasolini —amigo del director— vino a verla. Dijo que se iba a filmar La collina dei demoni en Afganistán.
Le dije: “Yo vengo de ahí”, y hablamos del valle de Bamiyán, de Capadocia. Yo le dije que había algo en Ürgüp que él tenía que ver.
Tres semanas después me llama un señor: “Pier Paolo vio las fotos, decidió filmar ahí e invitarte a trabajar en el equipo de arte”.
Filmé con Callas. Estuve con ella casi tres meses, conviviendo. En el cine se espera mucho. Me sentaba a su lado, hablábamos de cualquier cosa.
En un momento le dije —no sé por qué— que yo, a los 15 años, había escrito poemas.
Y pues bien ese atrevimiento mio, dio como resultado que durante todo el rodaje  me hacía recitar Tú me quieres blanca.
A mi regreso a París, un día me invitan al cumpleaños de María. Yo no iba a dejar de ir a esa fiesta, aunque me asesinaran. Pero no tenía poema alguno, entonces le canté una canción que mi mamá me cantaba, y por supuesto segui con mi “atrevimiento”, fué una nana y eso marco en mia la impronta del instante.

-Ahora, ya que hablamos de La Divina  ¿cómo sentiste lo que hizo Larraín en su película sobre Callas y por la cual hasta su protagonista Angelina Jolie fue nomida al premio Oscar?
Yo no encontré a Callas ahí.
Callas… Callas era un continente. Después de ella, no hubo otra.
A veces pienso que Medea fue malentendida. No por ella: por el mundo. No estaban listos. Callas y Pasolini tenían un mundo interno que nadie logró imitar.

De San Juan para el mundo

-Montar Pagliacci en San Juan, con un elenco internacional, le da un peso particular. ¿Cómo viviste ese encuentro?
—San Juan tiene algo que no se aprende: una intensidad emocional directa. Aquí el público no disimula; recibe, escucha, reacciona. Y el elenco —Verónica Cangemi, Roberto Saccá, Mario Cassi, Hernán Iturralde, Joaquín Cangemi— encarna esa entrega. Marcelo Ayub, con la Orquesta de la Universidad de San Juan, ha logrado una lectura musical que respira con la escena. Cuando algo así sucede, el teatro deja de ser un edificio y se convierte en un organismo vivo.

—Decís que tu Nápoles podría ser cualquier país. ¿Esa universalidad es la razón por la que esta producción parece destinada al mundo?
—Creo que sí. Porque Pagliacci no es una anécdota local; es un espejo. Y un espejo puede viajar. La historia del payaso que no puede sostener su máscara es universal. La memoria de un pueblo al borde del desastre es universal. Y el deseo de seguir viviendo —aun cuando el mundo se desmorona— también lo es.
San Juan ha ofrecido un hogar para esta memoria, y desde aquí puede irradiar hacia donde el teatro la quiera llevar. Lo conmovedor es que este estreno mundial demuestra que el arte se nutre del lugar donde nace, pero no está condenado a quedarse allí. Como las imágenes que recordamos, viaja, se transforma, respira en otros cuerpos.

—Entonces, Eugenio… ¿el teatro es, al fin y al cabo, una forma de recordar?
De recordar y de volver a mirar. Porque el recuerdo no es algo quieto; es una materia que se mueve, que nos atraviesa. Pagliacci es un espejo que devuelve lo que fuimos, lo que somos y lo que tememos ser. Y mientras ese espejo exista, mientras sigamos diciendo “somos de la época del recuerdo”, el teatro seguirá teniendo sentido.

—Si tuvieras que definir el espíritu de esta producción en una sola frase…

Diría que el arte no debe pedir permiso. Debe existir, irrumpir, incomodar cuando haga falta, consolar cuando sea necesario. Pagliacci es eso: un espejo que no nos deja mentirnos.

Foto gentileza: @dani.ordonez (Prensa Teatro del Bicentenario, San Juan)

La conversación termina con la sensación de que Zanetti no responde: revela.
Su Pagliacci en San Juan —con esa tela blanca que respira, ese eco de cine ruso, esa política que subyace, ese dolor en claroscuro— parece una extensión de su memoria.

Un adulto inmenso, sí, pero también un niño que aún mira el mundo como si fuera un set de filmación infinito.

Y acaso por eso su obra no recuerda el pasado: lo enciende.

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