Esto no es una crítica musical. Nadie pone en duda la calidad artística de la velada ni el oficio de quienes subieron al escenario. Esto es una crítica a la organización del Centenario de la Orquesta Estable del Teatro Colón, un señalamiento a la falta de visión con la que se gestó un festejo que, en lugar de exaltar la historia de la orquesta, pareció más empeñado en ignorarla.
El centenario de la Orquesta Estable del Teatro Colón debió ser una fiesta de la memoria y el orgullo, un vibrante homenaje a los músicos y directores que tejieron, hilo a hilo, el prestigio de una institución centenaria. En cambio, lo que se presentó fue una celebración lánguida, donde la politesse fue un espectro ausente y la desmemoria institucional, un invitado de honor.
Que Evelino Pidò dirigiera la velada garantizó una ejecución correcta, pero su designación, en este contexto, fue un desatino mayúsculo. No porque carezca de méritos —eso no está en discusión—, sino porque convocar a un director extranjero para celebrar un siglo de historia argentina es, en el mejor de los casos, una torpeza; y en el peor, una afrenta. Pareciera que, para algunos, la excelencia nacional sigue siendo algo menor, un accidente tolerable, pero nunca lo suficientemente digno para encabezar un hito propio.
La Orquesta Estable tiene su propio panteón de batutas, nombres que no solo resonaron en su historia, sino que, en muchos casos, siguen activos y aportando a la escena musical: Guillermo Scarabino, Javier Logioia Orbe, Carlos Vieu, Luis Gorelik, Reinaldo Censabella, Mario Perusso, Gustavo Fontana,entre otros. Hombres que, por justicia y por decoro, debían haber ocupado un lugar de honor visible en esta celebración. Pero ni siquiera se tuvo el ingenio elemental de situarlos en palcos de platea, iluminarlos como los eméritos que son y permitir que el aplauso del público les devolviera el reconocimiento que merecen. Bastaba ese gesto mínimo, ese acto de grandeza simple, pero parece que la gratitud pesa demasiado para ciertos despachos.
Nadie cuestiona que la apertura internacional enriquece a cualquier orquesta, pero en un centenario no se celebra la universalidad abstracta, sino la identidad concreta. Lo que el Teatro Colón ofreció fue una gala huérfana de sentido, un acto de desarraigo disfrazado de homenaje, que traicionó el espíritu mismo de la ocasión.
Se trató, en definitiva, de un centenario fallido. No por falta de medios, sino por falta de visión y, lo que es peor, por falta de respeto. La Orquesta Estable del Teatro Colón merecía más, mucho más. Lo que recibió fue un olvido cuidadosamente orquestado, un desplante disfrazado de celebración. Y eso, más que un error, es una vergüenza.
