Henrik Ibsen vuelve a escena con Los pilares de la sociedad, y Jorge Suárez se enfrenta al desafío de llevar al público contemporáneo uno de los textos más fundamentales del teatro moderno. Desde el inicio, la propuesta se percibe como un equilibrio delicado entre estética, ética y contención, en un espacio donde la belleza formal se cruza con la melancolía moral. La pregunta que atraviesa toda la obra es inevitable: ¿qué ocurre cuando la verdad se dice con precisión, pero sin fiebre?
El Teatro Presidente Alvear reluce con solemnidad, y Suárez dirige con la paciencia de un relojero y la inteligencia de un lector devoto de Ibsen: cada gesto, cada silencio, cada pausa está medido con precisión quirúrgica. La adaptación colectiva —Suárez, Fontana, Seefeld y Solari— opta por un “tiempo sin tiempo”, desprendiendo la obra de su contexto histórico noruego y universalizando la trama de corrupción, secretos y redención. Un riesgo calculado: la obra gana vigencia, pero pierde parte de la urgencia política y social del original.
La escenografía de Marlene Lievendag y Micaela Sleigh recrea un living burgués donde cada objeto parece esconder confesiones no dichas, mientras la iluminación de Ricardo Sica transforma el espacio en un organismo vivo, entre sombras y luces, donde el silencio habla y la tensión se respira. La música de Diego Vila y Betty Gambartes se erige como un hallazgo: Sibelius, Grieg, Hannoger entre otros respiran bajo las tablas, ironizan, comentan y acompañan los conflictos internos, convirtiéndose en un personaje más que palpita con los actores.
Martín Seefeld ofrece un Karsten Bernick de control absoluto, un hombre que vive sobre el temblor sin permitir nunca que su fachada se quiebre. Wexler, como Lona Hessel, aporta la resistencia moral más visible, estableciendo un pulso ético que contrapone la contención general de la obra. Los secundarios —Daniela Catz, Chendo y Finamore— cumplen con coherencia, aunque uno echa de menos el temblor físico, la transpiración de los secretos, la sensación de que cualquier momento puede desbordar la calma. Todo está medido, limpio, ordenado… demasiado en su lugar.

Y aquí es donde la mirada del Dr. Merengue se hace notar: ¡ay, Ibsen querido! La burguesía de Bernick flota en un océano moral sin puerto, y Suárez dirige el barco con mano firme, sí, pero el viaje carece de tormenta. La fiebre de los secretos se diluye en la elegancia, los conflictos se murmuran cuando deberían estallar, y el público aplaude con decoro mientras extraña el sobresalto. La música, eso sí, salva el alma del espectador, recordándonos que el teatro vive de atmósferas, que la emoción puede escaparse incluso cuando los cuerpos permanecen impecables.

Uno admira la precisión, la limpieza, la coherencia del montaje, pero al mismo tiempo siente que falta el veneno que hace latir Ibsen. Seefeld es impecable, Wexler magnética, el resto del elenco cumple; todo es bello, medido, refinado… y, sin embargo, uno desea que la verdad de la obra no solo se diga, sino que se sienta en los huesos. La puesta murmura donde Ibsen gritaría, y eso genera una contradicción fascinante: la obra es un lujo de contención y al mismo tiempo un recordatorio de lo que el teatro debería arriesgar.
Al salir del Alvear, mientras el Crítico Tradicional camina con su cuaderno cerrado y la conciencia tranquila, el Dr. Merengue lo intercepta en la vereda:
—¿Y? —pregunta con su sonrisa ladeada—. ¿Te convenció tu propia moderación?
El crítico duda, ajusta el abrigo, mira al suelo.
—Fue una buena puesta… equilibrada —responde.
—Equilibrada, sí —replico—. Pero el teatro no se equilibra, se desborda.
Y ahí, bajo los faroles de Corrientes, entre la bruma de la noche y la humedad de la vereda, la punzada llega. La elegancia está, la precisión también, pero la fiebre, la pasión, el riesgo, se han escapado de las manos del montaje, y solo alguien como el Dr. Merengue puede recordarle al espectador que el teatro no solo se observa: se siente, se sufre, se desborda y a veces te gana la función.
Los pilares de la sociedad se presenta entonces como un espectáculo de refinamiento y rigor, donde la estética domina y la ética palpita, donde la contención brilla y la fiebre se esconde, pero donde, en el eco de cada silencio y en el latido de la música, Ibsen sigue susurrando: el teatro no se mide ni se equilibra; se vive y se desborda.
