jueves, 30 de octubre de 2025
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Esperando la Carroza: la familia en donde todos nos reconcemos… ¿o no? – Teatro Broadway

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Autor: Jacobo Langsner. Dirección: Ciro Zorzoli. Elenco: Campi, Paola Barrientos, Valeria Lois, Pablo Rago, David Masajnik, Ana Katz, Mariano Torre, Andrés Granier, Milva Leonardi, Marina Castillo, Mayra Homar. Vestuario: Julio Suárez. Escenografía: Tato Fernández. Iluminación: Eli Sirlin. Música: Marcelo Katz. Sala: Broadway, Corrientes 1155.  Nuestra calificación: muy buena.

Desde su primera aparición en 1962 en la Comedia Nacional Uruguaya, «Esperando la carroza» de Jacobo Langsner ha sido el espejo de feria en el que la sociedad rioplatense se mira y, de puro espanto, se ríe. Lo que comenzó como una sátira costumbrista terminó convertido en un clásico inmortal, primero en Buenos Aires en 1975 y luego con la icónica película de 1985, donde Alejandro Doria dejó la vara tan alta que más de un director la miró, suspiró y se fue a su casa. Pero ahora, en el Teatro Broadway, Ciro Zorzoli y su elenco no solo honran ese legado: lo agarran, lo sacuden y lo convierten en una trituradora de hipocresías. Una versión despiadada, feroz y, sobre todo, brillantemente corrosiva.

Mamá Cora (Campi) no necesita golpes bajos: sus frases son dagas envenenadas. «¡Esto es un asado de pobres!», escupe mientras revuelve una olla inexistente, y más tarde, ante el ataúd de cartón, declara con la dignidad de una emperatriz en bancarrota: «A mí no me van a enterrar en el cementerio de pobres». Campi no actúa la senilidad, la diseca con precisión quirúrgica: cada pausa y cada mirada perdida son el recordatorio de que la vejez, en esta familia, es un estorbo con patas.

Nora (Valeria Lois) eleva el cinismo a deporte olímpico. «¿Qué hacemos con la vieja?», pregunta con la liviandad de quien elige pizza o empanadas, y cuando suelta «¡No, no, no! ¡A mí no me gusta hablar de la gente que no está! ¡Porque la gente que no está no se puede defender!», el público se ríe y luego se atraganta. Lois domina el arte de la hija devota devenida en verdugo: sonrisa angelical, cuchillo en la espalda.

Elvira (Paola Barrientos) es el epítome de la pretensión social. «¡Yo no soy una cualquiera, yo me casé virgen!», alardea mientras ajusta su vestuario, y cuando llega el legendario duelo del puchero, lo convierte en un combate de clases donde el caldo huele a resentimiento rancio. Barrientos no interpreta a Elvira: la destripa en escena, cada frase un ladrillo más en la muralla de su propia farsa. «¡Yo nací para ser dama, no para fregar ollas!», grita, mientras la realidad la empuja al fregadero.

Susana (Ana Katz) es el cansancio hecho persona. «Acá todos se creen dueños de la verdad, pero ni siquiera saben tapar un olor a muerto», dispara con un desdén que podría cortar el aire. Katz no necesita levantar la voz: su Susana es un volcán de hartazgo, una bomba de tiempo disfrazada de resignación. Su sarcasmo es puro veneno destilado, cada suspiro un insulto en potencia.

El resto del elenco no se queda atrás. David Masajnik, Mariano Torre y Pablo Rago construyen Musicardis tan patéticos que uno duda si reírse o llamar a servicios sociales. Zorzoli dirige con mano de cirujano y los paneles móviles de Tato Fernández transforman la casa en una trampa de la que nadie sale ileso. Las paredes parecen gritar «¡Qué familia de mierda!», ahorrándole trabajo a los actores.

Lejos de ser una reposición nostálgica, esta «Esperando la carroza» nos estampa en la cara la misma pregunta de siempre: ¿en qué momento dejamos de ver personas para ver cargas? Cuando Mamá Cora susurra «No me van a enterrar con los pobres… Yo tengo mi mantel de hilo», la carcajada se congela. Aquí no hay redención, solo el reflejo deformado de una familia que prefiere matarse de risa antes que mirarse al espejo.

Brutal, incómoda, imperdible. Y, sobre todo, tan nuestra que da vergüenza.

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