El Maestro Diemecke es Director de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires desde hace diecisiete años. El 19º y último concierto de la temporada 2022 de la OFBA marca su salida al frente de la prestigiosa orquesta con un programa ecléctico formando una despedida colorida y alborozada:
La coherencia programática de la velada no es realmente obvia. ¿Qué posible puente hay entre la Rhapsody in Blue de Gershwin y la Sinfonía n.º 7 en mi menor de Mahler? La respuesta ciertamente no es estética, pero quizás no sea menor señalar, a propósito de la biografía del Director de orquesta mexicano Enrique Arturo Diemecke, que su vida musical oscila precisamente entre la cultura americana (estudios en Estados Unidos y también encabeza la Orquesta Sinfónica de Flint, Michigan, desde unos 33 años) y la obra de Mahler, su compositor predilecto, del que es un reconocido especialista. El vínculo es ciertamente tenue pero tiene el mérito de resaltar una trayectoria a la que esta velada rinde homenaje.
El Tiempo suspendido de la nota azul
La orquesta considera los primeros compases con bastante timidez, pero esta insipidez da lugar rápidamente a una carta de colores muy apropiados que le dan al título de la obra su sabor y su relevancia. Tanto el director como el solista, el pianista venezolano Sergio Tiempo, se esfuerzan para balancear su instrumento recíproco. Porque la orquesta dirigida por Diemecke es en efecto, en sus manos desnudas, un gran instrumento en sí mismo que se pliega con flexibilidad y docilidad a sus directivas, preciso en el gesto y relevante en sus intenciones estilísticas y estéticas. El maestro mexicano presta especial atención a las entradas y frases finales de Sergio Tiempo quien manifiesta un juego jazzístico en sus estribillos, sentido del swing y una marcada improvisación durante el solo de piano.
El solista muestra una gran destreza, las manos se cruzan con frecuencia, la mano izquierda en particular se deleita en el lado derecho del teclado. La interpretación general es brillante, viva, sabrosa. El azul finalmente puede mezclarse en una noche sinfónica de una naturaleza completamente diferente.
« Canción de la noche »
La segunda parte de la velada revela una ambición, un sueño hecho realidad: la Séptima de Mahler dirigida por Diemecke, después de unas palabras de introducción del Director como solía hacer, ofrece una mezcla de complejidad bastante rara para escuchar. El 1er movimiento, denso y amplio, a la vez rústico, bucólico y majestuoso, manifiesta contrastes resaltados por relucientes instrumentos de metal y cuerdas envolventes. La dirección es alegre y envolvente. El marcaje de los tiempos, un poco como una fanfarria (vientos y percusión), dialoga con cuerdas fluidas. Como lo hará entre cada movimiento de la obra, Diemecke también dirige a la audiencia, invitándola con un movimiento de la mano o manteniendo un brazo extendido, a no aplaudir. El esfuerzo de concentración de los instrumentistas y su líder cava un surco salvador en el corazón de la noche, los matices se agudizan, los ritmos se suceden durante los dos últimos movimientos de la sinfonía que instalan definitivamente el proyecto interpretativo de Diemecke donde las líneas melódicas compiten en sutileza, grandeza, experiencia humana que se asemeja a una forma de revelación, culminación construida con paciencia y determinación según una orquestación aprendida y triunfante.
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Este largo viaje iniciático, mimetismo de una búsqueda vital, ve por fin terminar la velada como había comenzado: los músicos en escena sostienen carteles que recuerdan al público, que los ovaciona al igual que aplaude al Director, que sus medios económicos de subsistencia en un día a día que no está a la altura de los desafíos artísticos que afrontan, sesión tras sesión, temporada tras temporada, sin que quienes los conducen en esta delicada misión reconozcan la urgencia de una mejora salarial digna y merecida.