Snow White, Estados Unidos, 2025 . Dirección: Mark Webb. Guion: Erin Crescida Wilson. Duración: 109 minutos. Intérpretes: Rachel Zegler, Gal Gadot, Andrew Burnap, Andrew Barth Feldman, Titus Burguess, Martin Klebba, Jason Kravits, George Salazar. Nuestra calificación: mala
Disney, ese titán del entretenimiento que antaño fabricaba sueños y hoy solo recicla pesadillas, nos obsequia otra abominación disfrazada de progreso: Blancanieves 2025, un homenaje a la creatividad… en su forma más ausente. Con la emoción de un burócrata rellenando formularios y la sutileza de un martillazo en la sien, nos presentan su última «reinvención», un ejercicio de ingeniería social donde la historia original es un estorbo y la nostalgia, un enemigo a erradicar.
Nos prometieron una Blancanieves moderna, independiente, ajena a la sumisión de antaño. ¿Y qué nos entregan? Una protagonista con la misma gracia de un pan sin levadura, que predica su autosuficiencia mientras un tal Johnathan (porque decir «príncipe» sería patriarcal) la acompaña con el carisma de una verdura en remojo. Y ni hablar del título: ¿Blancanieves? ¿En serio? ¿Por qué no llamarla La Luchadora, Princesa Guerrera de la Diversidad o La Muchacha Empoderada? Al fin y al cabo, de la historia de 1937 no quedó nada más que el copyright.
El filme es un festín de los principios DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión), esos mantras tan en boga que han transformado la narración en un campo de batalla ideológico. Así, los enanitos ahora son un surtido de personajes que parecen seleccionados con el mismo esmero que un anuncio publicitario de United Colors of Benetton. La Reina Malvada (Gal Gadot, desperdiciando su talento con devoción) no es simplemente vanidosa, sino una alegoría del «privilegio». Y el romance… bueno, el romance está enterrado junto con Walt Disney, porque ahora la protagonista no necesita amor, sino un manifiesto.
Rachel Zegler, nuestra no-Blancanieves, ostenta un peinado que desafía a Euclides y una actitud que oscila entre la condescendencia y el tedio. Su gran momento musical, Waiting on a Wish, es un resplandor en el desastre, aunque resulta difícil apreciarlo cuando el resto de la banda sonora suena como si hubiera sido escrita por un comité de burócratas temerosos de ofender a alguien. Ni hablar de Johnathan’s Princess Problems, un himno al victimismo que haría sonrojar a cualquier compositor con dignidad.
Y luego está la estética: el castillo sombrío choca con la casa de los enanos, que parece una tienda de artesanías en feria hippie. La trama avanza con la elegancia de un rinoceronte sobre hielo, entre diálogos que parecen escritos por una inteligencia artificial entrenada para evitar cualquier atisbo de diversión.
Si al menos esta película se hubiera atrevido a llamarse de otra forma, podríamos decir que es solo otro desastre independiente de la franquicia. Pero no: han tomado un clásico inmaculado y lo han desmontado con la meticulosidad de un cirujano sin diploma. Si Disney realmente quiere contar nuevas historias, que las escriba desde cero y las llame La Luchadora, Empoderamiento en el Bosque o Siete Oprimidos y un Trono. Pero que dejen en paz a Blancanieves, porque esta versión no es más que una oda a la mediocridad con pretensiones de virtud.
Como diría Wilde: «La única cosa peor que ser imitado es ser imitado mal». Y aquí, han fallado con un esplendor digno de estudio.