Druk. Autor: Thomas Vinterberg y Claus Flygare, adaptación teatral de la película Druk (Another Round), de Vinterberg y Tobias Lindholm, dirigida por Thomas Vinterberg. Traducción: Ricardo Hornos y Pablo Kompel. Versión: Javier Daulte. Dirección: Javier Daulte. Intérpretes: Pablo Echarri, Juan Gil Navarro, Osqui Guzmán y Carlos Portaluppi. Escenografía: Julieta Kompel y Gonzalo Córdoba Esteves. Vestuario: Ana Markarian. Iluminación: Matías Sendón. Coreografía: Verónica Pecollo. Sala: Metropolitan (Corrientes 1343). Funciones: de miércoles a viernes, a las 20; sábados, a las 19 y 21, y domingos, a las 19. Nuestra calificación: muy buena
Druk se perfila como el gran éxito del año en la calle Corrientes. Inspirada en la película homónima ganadora del Oscar en 2020 ( Otra ronda , en español), esta adaptación teatral combina un elenco de primeras figuras, una producción meticulosamente cuidada y una historia que despliega una dramaturgia singular, cargada de matices. Si tuviéramos que condensarla en una frase, podríamos decir: «¡Qué difícil es atravesar la crisis de la mediana edad en estos tiempos!».
La trama sigue a cuatro amigos con realidades distintas, envueltos en una peculiar investigación que bordea el absurdo. El relato transita un humor ácido y corrosivo, para luego desembocar en un drama profundo y reflexivo. Uno de los mayores aciertos de esta producción es, sin duda, su elenco: actores no solo ultrarreconocidos en los medios, sino también verdaderos maestros sobre las tablas. Logran convertir la obra en un juego distendido, una celebración constante que atrapa al espectador de principio a fin.
La agilidad de las escenas, la prolijidad de la puesta en escena y la impecable ejecución de las secciones técnicas —iluminación, vestuario, sonido— construyen un marco sólido para un espectáculo que el público, llenando la sala a rebosar, disfrutó con entusiasmo. Pablo Echarri brilla con su carisma arrollador, conquistando especialmente a la platea femenina, que no escatimó en aplausos. Más allá de su encanto natural, Echarri dota a su personaje de las luces y sombras necesarias, erigiéndose como el eje emocional del conflicto dramático.
Juan Gil Navarro y Osqui Guzmán, por su parte, encarnan dos polos opuestos esenciales para la dinámica de la trama. Ambos despliegan una energía corporal desbordante, entregándose por completo en cada escena. Me sorprendió el tono de Navarro: mientras el resto del elenco adopta un registro porteño contemporáneo, él opta por una dirección más teatral, casi clásica. Quizás sea un detalle propio de las primeras funciones, algo que probablemente se ajuste con el correr de las semanas.
Carlos Portaluppi, en cambio, se convierte —casi sin proponérselo— en el núcleo gravitacional de la acción. Con una voz clara, una articulación impecable y una presencia escénica sólida, guía el desarrollo de la obra. Sin embargo, por momentos se lo nota algo agitado, lo que podría ser una pequeña fisura en un rol que, con tantas exigencias coreográficas, parece exigir más un atleta que un actor. Con el tiempo, seguramente, su cuerpo se adaptará a las marcas.
La dirección de Javier Daulte apuesta por el espectáculo puro, impregnándolo de ese sabor porteño y argentino que tanto conecta con el público local. Daulte permite que los actores desplieguen sus fortalezas, jugando con libertad dentro de un marco que respeta la esencia de la trama original y su pregunta central: ¿Es posible enfrentar una crisis existencial con alcohol como aliado?
Y aquí llegamos al terreno de la «moralina», que la obra rosa sin terminar de abrazar del todo. No vamos a detenernos en el debate superficial de si está bien o mal que un menor consume alcohol en el contexto de la historia —eso parece más una provocación deliberada para estirar los límites del relato que un eje ético real—. Sin embargo, la obra sí nos invita a reflexionar sobre cuestiones más profundas: ¿qué responsabilidad tenemos quienes ocupamos posiciones de poder o influencia sobre lo que decimos, mostramos o promovemos? Los protagonistas, todos adultos en crisis, experimentan con el alcohol como una herramienta para desafiar su hastío, pero sus decisiones reverberan más allá de ellos mismos, afectando a quienes los rodean, incluidos los más jóvenes.
Druk no pontifica ni ofrece respuestas fáciles, y eso es parte de su encanto. Podría caer en la tentación de sermonear sobre los peligros del alcoholismo o la decadencia moral, pero prefiere quedarse en el terreno del entretenimiento inteligente, dejando que el público saque sus propias conclusiones. Nos seduce con su brillo, nos divierte con su desenfado y, al bajar el telón, nos suelta con una punzada de inquietud: no todo lo que reluce es oro, y detrás de la fiesta siempre acecha la sombra de nuestras elecciones. Es teatro que entretiene, sí, pero también teatro que, sutilmente, nos interpela.
