Por un crítico que, a mitad del concierto, comenzó a desdoblarse…
Concierto: Yuja Wang (piano y dirección), junto a la Mahler Chamber Orchestra. Programa: Beethoven: Obertura Coriolano, op.62; Chopin: Concierto para piano y orquesta Nº2, op.21; Stravinsky: Concierto “Dumbarton Oaks”; Chaikovsky: Concierto para piano y orquesta Nº1, op.23. Ciclo: Grandes Intérpretes. Sala: Teatro Colón. Foto de articulo: gentileza Juanjo Brussa, Prensa Teatro Colón. Nuestra calificación: muy bueno
🔹La velada que ofrecieron Yuja Wang y la Mahler Chamber Orchestra en el Teatro Colón fue un acontecimiento musical de alto voltaje, una suerte de olimpíada sonora donde la perfección técnica y la claridad estilística parecían ser el único pasaporte admitido. Pero como en todo evento que roza lo impecable, en las grietas comenzó a colarse algo más sutil, algo que no sonaba… pero se sentía.
El programa propuesto fue un auténtico tour de force. Comenzó con una versión de la Obertura “Coriolano” de Beethoven que, si bien ejecutada con tensión dramática y contraste de dinámicas, resultó más contundente que introspectiva. Los acentos iniciales tuvieron fuerza y decisión, pero en los pasajes líricos faltó ese respiro trágico, ese eco del dilema interior del personaje shakespeariano que Beethoven supo traducir al lenguaje sinfónico. La Mahler Chamber, como es habitual, demostró claridad de texturas y un uso impecable de los contrastes tímbricos.
El Concierto para piano n.º 2 de Chopin, en manos de Wang, fue una lección de virtuosismo contenido. En el Maestoso, los arpegios fluían como ríos pulidos por siglos de erosión, mientras el Allegro vivace mostraba una agilidad casi sobrehumana. Pero fue el Larghetto el que marcó el tono emocional de la noche: Wang eligió la vía de la transparencia, del equilibrio, de un lirismo depurado. Nada de rubatos exagerados ni exabruptos románticos: todo estaba calculado y ejecutado con la precisión de un relojero. ¿Demasiado bello? Quizás. ¿Demasiado perfecto? Quizás también.
Luego vino el intrincado “Dumbarton Oaks” de Stravinsky, donde la orquesta brilló por su precisión rítmica y coordinación interna. La obra, con su espíritu neobarroco y su estructura casi de concerto grosso, fue una demostración de cómo la Mahler Chamber sabe moverse como un organismo vivo. Aquí Wang no intervino, pero el clima general de la noche ya se había teñido de ese rigor brillante que todo lo controlaba, incluso las emociones.
Y entonces llegó el plato fuerte: el Concierto para piano n.º 1 de Chaikovski, esa montaña rusa emocional y atlética que exige tanto del intérprete como del oyente. Wang lo abordó con un fuego implacable: el Allegro non troppo e molto maestoso fue un torbellino de octavas, de acordes masivos, de energía cinética. La orquesta respondió con empuje, aunque por momentos parecía más acompañar que dialogar. En el Andantino semplice, donde suele filtrarse la melancolía del alma rusa, su lectura fue más contemplativa que emotiva, como si Wang sostuviera la tristeza a una distancia prudente. El Allegro con fuoco, final vertiginoso, fue interpretado con una potencia casi sobrenatural. Aplausos. Bravos. Vítores. Tifossi de la Classique rendidos.
Y justo cuando parecía que el concierto había alcanzado su clímax final, llegaron los encores, como postales excéntricas de una artista que no deja de sorprender. Primero, el Jazz Prelude N.º 53 de Nikolai Kapustin, una fusión vertiginosa de lenguaje clásico con swing y armonías de jazz, donde Wang se lució con una soltura eléctrica. Luego, un irresistible Danzón N.º 2 de Arturo Márquez, desbordante de ritmo y sabor latino, en una versión brillante, pirotécnica, cargada de groove. Fue como si la pianista dijera: “¿Querían alma? Aquí tienen carnaval.”
Y fue allí, en medio de las ovaciones y justo antes de que se encendieran las luces, cuando ocurrió.
🔸 El Dr. Merengue (emergiendo desde adentro):
Fue una sacudida interior. Un parpadeo crítico. Una fisura. De repente, emergió el Dr. Merengue. No como una voz externa, sino como un murmullo sarcástico que comenzó a sonar dentro de mi cabeza, como si el crítico que habita en mí se hubiera subido a una tarima interior, copa en mano, y me hablara con un dejo de burla refinada:
—“¡Ay, mi querido! ¿Te rendiste tan pronto ante las octavas relucientes? ¿Te olvidaste de preguntarte por el alma, el temblor, el suspiro entre las notas? La señorita Wang, con su arsenal de dedos de acero y su metrónomo incorporado, nos regaló un recital sin error… y quizás sin grietas por donde se cuele el espíritu.”
—“Ese Chopin… ¡sí, cómo no! Una filigrana exquisita, una joya tallada por Fabergé. Pero el Larghetto, ¿no era acaso un diario íntimo, una carta de amor leída en voz baja? Aquí fue más bien una postal de museo: bella, sí, pero sin olor a papel viejo ni tinta borroneada por lágrimas.”
—“Y ese Chaikovski… ¡por favor! ¿Acaso no escuchaste que pedía desgarro, que rogaba pasión sin medida? Nos dieron técnica, sí. Nos dieron precisión quirúrgica. Pero el drama… el drama, querido mío, se quedó del otro lado del telón. Como si Piotr Ilich hubiera golpeado la puerta del Colón y nadie se hubiese atrevido a dejarlo entrar.”
—“¿Y los encores? Ah, sí. Kapustin, Márquez. Brillante, chispeante, encantador. Pero también una confesión: allí apareció, por fin, algo de frescura, algo de juego. ¿Será que Wang se sintió más libre cuando abandonó a los compositores de los suspiros y los inviernos? ¿Será que, entre jazz y danzón, dejó de competir con el mármol y empezó a hablarle al público?”
🔻 Epílogo: cuando el virtuosismo convoca a los fantasmas
Y así terminó la noche.
Una parte de mí —la del programa, la de las partituras y el aplauso sincero— salió del teatro asombrada por una artista en estado de gracia.
Pero otra parte —el Dr. Merengue, con su ironía, su monóculo y su pañuelo de seda— se preguntaba si, entre tanto brillo, no habíamos perdido el temblor humano, esa grieta por donde se cuela el arte verdadero.
Porque en el Colón, donde cada nota retumba con la historia, Yuja Wang ofreció una noche de esplendor técnico que rozó lo legendario, pero también nos dejó la inquietud de si acaso el virtuosismo, como la perfección, no necesita a veces ensuciarse un poco para ser del todo verdadero.
Y al salir, mientras los elogios volaban como pétalos dorados y las selfies emergian, alguien susurró:
—“¡Qué maravilla de concierto, che!”
Y el Dr. Merengue, sin dejar de sonreír, murmuró entre dientes:
—“Sí… un espectáculo formidable. Lástima que Chopin no pudo venir. Y Chaikovski… bueno, parece que no estaba en la lista.”