Bravo, monsieur Werther. Bravo, Arturo Chacón-Cruz.
Werther. Música: Jules Massenet. Libreto en francés: Édouard Blau, Paul Milliet, Georges Hartmann. Basado en el original Las penas del joven Werther de Johan W. von Goethe. Reparto: Arturo Chacon Cruz(Werther), María Luisa Merino Ronda (Charlotte), Constanza Diaz Falú(Sophie), Sebastián Angulegui (Albert), Gustavo Gibert (Alguacil) y elenco. Dirección escénica: Rubén Szuchmacher. Dirección musical: Ramón Tebar. Orquesta Estable y Coro de Niños del Teatro Colón. Función: extraordinaria, día 26 de Agosto. Nuestra opinión: excelente
El Teatro Colón fue testigo de una noche que quedará en la memoria lírica de la ciudad. La reciente producción de Werther de Jules Massenet, bajo la dirección musical del maestro Ramón Tebar y la regia de Rubén Szuchmacher, se convirtió en una experiencia donde música, teatro y emoción confluyeron en un todo indivisible. Fue una velada donde la intensidad llevó a este crítico —acostumbrado a mantener cierta distancia profesional— a terminar con lágrimas en los ojos. Y no cualquier lágrima: la lágrima noble de quien reconoce que el arte ha tocado el corazón.
El protagonista indiscutido fue Arturo Chacón-Cruz, que regaló un Werther de época. Con timbre cálido, poderoso y lleno de matices, construyó un personaje visceral y a la vez refinado. Su aria “Pourquoi me réveiller” fue un clímax absoluto: un momento de catarsis donde el fraseo, los pianissimi cargados de vulnerabilidad y los crescendos desbordantes de desesperación electrizaron la sala. Chacón-Cruz superó cualquier expectativa, firmando una de las interpretaciones más memorables de los últimos años en el Colón.
A su lado, María Luisa Merino Ronda encarnó a Charlotte con profesionalismo y entrega, aunque limitada por un problema de salud que condicionó su voz. Su “Va! Laisse couler mes larmes” logró momentos de profunda emotividad, y en lo actoral se mostró convincente, con gestos sutiles y presencia veraz. Como partenaire de Chacón-Cruz, logró química sincera en los momentos de mayor tensión emocional, aunque inevitablemente quedó a la sombra de la descomunal interpretación del tenor mexicano.

El elenco secundario fue todo menos secundario: Constanza Díaz Falú brilló como Sophie, con frescura cristalina que iluminó la tragedia; Sebastián Angulegui delineó un Albert sobrio y noble, contrapunto perfecto al ardor de Werther; Gustavo Gibert (Alguacil), Luis Gaeta y Gabriel Centeno (Johann y Schmidt) aportaron realismo y solidez al mundo provinciano; mientras que Rocío Arbizu (Kätchen) y Mauricio Meren (Brühlmann) completaron con detalles escénicos que dieron vida al entorno. Un elenco de notables que sostuvo con fuerza el tejido dramático.
Una Regia Fluida, Precisa y Apasionada
La dirección escénica de Rubén Szuchmacher fue uno de los aciertos más firmes de la producción. Su decisión de situar la acción en los años 30, aunque discutible en cuanto a la conexión literal con el texto de Goethe, logró transmitir un aire de opresión provinciana, esa asfixia social que enmarca el conflicto de Werther y Charlotte. El vestuario de época, sin ornamentos excesivos, reforzó la sensación de rutina pequeña y claustrofóbica donde los sueños románticos chocan contra los muros de la convención.
Más allá del traslado temporal, lo que brilló fueron sus marcaciones escénicas. Szuchmacher no recurrió a efectismos ni a un regietheater caprichoso: trabajó desde lo esencial, desde la gestualidad y la construcción de vínculos entre los personajes. Cada cruce de miradas, cada desplazamiento mínimo, cada pausa dramática estuvo cargada de significado. Los silencios entre Werther y Charlotte hablaron tanto como las frases musicales. Esa sobriedad fue la que permitió que el drama resultara creíble y profundamente humano.

El foco estuvo siempre en el actor-cantante como centro absoluto, y en eso Szuchmacher demostró su oficio teatral: no hubo muecas innecesarias ni movimientos arbitrarios. Las escenas íntimas se desarrollaron con una cercanía desgarradora, mientras que los momentos colectivos (las entradas de Johann, Schmidt, Sophie) aportaron naturalidad sin robar el eje del drama principal.

Es cierto que la puesta tuvo momentos de cierta estatiticidad, pero esa quietud estuvo lejos de ser un defecto: fue una elección para intensificar la tensión, un estilo de cámara lenta emocional que permitió al espectador adentrarse en la psicología de los personajes.
Gracias a este enfoque, el final de la ópera se vivió como un desgarramiento absoluto. Szuchmacher construyó un crescendo actoral que culminó en un clímax devastador: un Werther herido, una Charlotte rota, y un público que —este crítico incluido— terminó cediendo a la emoción hasta las lágrimas.
Escenografía, Vestuario e Iluminación: La Magia de lo Esencial
La escenografía y vestuario de Jorge Ferrari siguieron el principio de “menos es más”, construyendo un marco austero y funcional que permitió que las emociones llenaran el espacio vacío. La iluminación de Gonzalo Córdova, cálida al inicio y sombría hacia el final, supo subrayar con inteligencia los estados psicológicos de los personajes.
La Dirección Orquestal: Un Sustento Perfecto
La dirección musical de Ramón Tebar fue un verdadero tour de force. Tebar no se limitó a dirigir: respiró con los cantantes, acompañó sus tempi, los sostuvo en las aristas más difíciles y los elevó en los momentos de mayor vuelo. La Orquesta Estable del Teatro Colón respondió con lirismo camerístico en las cuerdas, nobleza en los metales y una percusión de sutileza dramática. Cada detalle de la partitura de Massenet fue honrado y expuesto con claridad.

El Coro de Niños dirigido por Helena Cánepa aportó ese contraste angelical que, lejos de ser un adorno, subrayó la fatalidad de la historia. Tebar entendió que Werther es ante todo respiración y emoción, y desde el foso se convirtió en coprotagonista invisible de la tragedia.
El Dr. Merengue (mi otro yo) irrumpe
Ahora, déjenme hablar sin los guantes de seda. Chacón-Cruz no cantó a Werther: lo devoró. Entró, abrió la boca y el Colón se rindió. Ese “Pourquoi me réveiller” debería declararse monumento histórico. Ni los más distraídos, esos que aprovechan la ópera para chusmear desde la platea baja, pudieron seguir jugando con el programa: todos quedaron hipnotizados.
Charlotte… pobre Charlotte. La Merino Ronda se batió con la partitura y con su salud. No siempre logró imponerse, pero puso el cuerpo y el alma. Eso sí: estar al lado de Arturo esa noche fue como bailar tango con Piazzolla improvisando al lado: imposible no quedar eclipsada.
¿Elenco “secundario”? ¡Ja! Aquí no hubo segundones. Sophie (Díaz Falú) tan luminosa que parecía que la habían traído del balcón de La Traviata para recordarnos que aún hay primavera en medio del drama. Albert (Angulegui), con su corrección de burócrata, daba ganas de regalarle un poco de vida. Gustavo Gibert (Alguacil), expresividad como saber dar en rol… Y Johann y Schmidt (Gaeta y Centeno) parecían recién llegados de una cantina del interior, brindando con vino casero. Hasta Kätchen y Brühlmann, con sus breves apariciones, tuvieron más verdad que muchos divos con traje de época.
La puesta en los años 30… bueno,bueno. Pero lo cierto es que Szuchmacher no se perdió en tonterías: puso a los cantantes en el centro, los dejó actuar y cantar con verdad, y eso es lo que importa. Sus marcaciones fueron tan humanas y precisas que hasta este crítico duro de lágrima terminó llorando sin disimulo al final.
La orquesta… ¡bravo, maestro Tebar! Este hombre no dirige, acompaña con respiración compartida. Aquí no hubo director estrella con batuta para la foto: hubo música, hubo complicidad con los cantantes, hubo arte verdadero. Y eso, en estos tiempos de «batutas narcisistas», es casi un milagro.
En Resumen…
Este Werther fue histórico. Un Colón vibrante, un Arturo Chacón-Cruz en estado de gracia, un elenco de notables comprometido, una dirección escénica que supo emocionar y un Ramón Tebar que desde el foso respiró con los cantantes y sostuvo la tragedia con maestría.
Una función que reafirmó el poder transformador de la ópera: conmover y estremecer. Bravo, monsieur Werther. Bravo, Arturo Chacón-Cruz.