Ópera en tres actos, con música de Giacomo Puccini y libreto en italiano de Luigi Illica y Giuseppe Giacosa. Basada en la obra teatral homónima de Victorien Sardou. Elenco: Haydée Dabusti, Cristian Karim Taleb, Leonardo Estévez, Cristian De Marco, Víctor Castells, Carlos Iaquinta, Claudio Tuminello, Alfredo Martínez, Julián Calabrese. Dirección musical: Javier Mas. Dirección escénica: Sergio Sosa Battaglia. Coordinadores de escenografia: Erika Spinelli, Chistian Lock. Coordinadora de vestuario: Nabila Abdala. Iluminación: Oscar Bonardi. Coro IMMA. Director de Coro: Mtro. Pablo Manzanelli. Orquesta: Ensemble Bellisomi. Sala: Teatro Avenida (Avenida de Mayo 1222 – Ciudad Autonoma de Buenos Aires). Función vista: 24 de Octubre 20,30. Nuestra calificación: muy buena
Hay funciones que, sin pretender ser grandilocuentes, terminan revelando la esencia misma del teatro: su capacidad de conmover con pocos medios y mucha convicción.
La reciente producción independiente de Tosca en el Teatro Avenida fue justamente eso: un trabajo honesto, orgánico, de sensibilidad profunda, que recordó al público por qué el arte escénico sigue siendo un acto de fe colectiva.
La sala llena, la atención del público y los prolongados aplausos finales fueron la respuesta más elocuente a una propuesta que apostó a la emoción sin artificios.
Un elenco de voces sólidas y comprometidas
Haydée Dabusti volvió a ser una Tosca reconocible y de sello propio. Su voz conserva el esmalte y la nobleza del timbre, con agudos que aún brillan y un legato que le permite hilvanar las frases con elegancia. Hay en ella una comprensión profunda del rol: la diva romana, celosa, impulsiva y apasionada, aparece con naturalidad en su gestualidad y su canto. Si por momentos la emisión acusó cierta rigidez, su musicalidad y su instinto teatral compensaron con creces, especialmente en el segundo acto, donde logró una tensión dramática de gran efecto. Su “Vissi d’arte” fue un momento de introspección genuina, dicho sin artificio ni amaneramiento, sostenido en una línea de canto notable y una respiración medida con inteligencia.
Cristian Karim Taleb, debutante en el rol de Mario Cavaradossi, ofreció una sorpresa gratísima. Su instrumento es amplio, bien proyectado y de timbre lírico pleno, con una zona aguda que florece sin esfuerzo. A lo largo de la función se lo vio crecer en confianza: tras un primer acto correcto, su canto ganó cuerpo y emoción en el segundo, con un fraseo noble y un “E lucevan le stelle” de notable sinceridad. Taleb no cayó en el sentimentalismo: su versión tuvo esa mezcla de orgullo y ternura que Puccini requiere, además de una gestualidad limpia y moderna, que evita la declamación antigua y que canta con la emoción “a corazón abierto”.

Leonardo Estévez compuso un Scarpia de gran intensidad teatral, dominando la escena desde su primera aparición. Su gestualidad es medida, su presencia impone respeto, y su canto —oscuro, viril, de timbre penetrante— dibuja un villano de hondura psicológica. Estévez entiende que Scarpia no se grita, se insinúa; no se impone por volumen, sino por energía interna. Su lectura de la perversión fue refinada, seductora y peligrosa, logrando un segundo acto de tensión creciente donde su enfrentamiento con Tosca alcanzó ribetes cinematográficos.

El elenco secundario se movió en un nivel de homogeneidad y profesionalismo que potenció el resultado final.
Cristian Demarco (Angelotti) delineó con inteligencia el carácter del fugitivo político, aportando un tono de urgencia y angustia desde su primera intervención; su voz, de buen caudal y color grave, fue un sólido pilar para abrir el drama.
Víctor Castell, como Sacristán, mostró su habitual solvencia actoral: cómico sin caricatura, natural, atento al ritmo escénico, brindó un momento de respiro sin quebrar el clima general.
Carlos Giaquinta (Spoletta) y Alfredo Martínez (Sciarrone) completaron con presencia y rigor el dispositivo escénico de Scarpia: ambos demostraron ductilidad teatral y dominio de texto, sosteniendo la tensión de las escenas con oficio.
En conjunto, todos contribuyeron a un tejido vocal y dramático coherente, donde no hubo roles menores, sino engranajes de una maquinaria perfectamente sincronizada.
El coro y la fuerza del Te Deum
El Coro IMMA, bajo la dirección del maestro Pablo Manzanelli, fue una presencia clave para sostener la grandeza de los momentos corales. Desde su primera intervención exhibió homogeneidad tímbrica, afinación contenida y una cuidada atención al fraseo.
En el Te Deum, ese gran fresco sonoro que cierra el primer acto, el conjunto alcanzó un nivel notorio: las entradas fueron limpias, los acordes compactos y la energía escénica conmovedora.
El trabajo de Manzanelli, atento al equilibrio entre masa coral y orquesta, logró que la escena —resuelta con austeridad visual— tuviera un impacto monumental. Fue un momento de comunión perfecta entre música y escena, de esos que justifican toda una función.
La dirección escénica: el regreso de Sergio Sosa Battaglia
El regreso de Sergio Sosa Battaglia a la dirección escénica marcó un nuevo capítulo en su trayectoria, luego de su elogiada “Maria Stuarda” para Clásica del Sur, donde ya había demostrado una visión moderna y un profundo conocimiento del teatro musical.
En esta Tosca, Battaglia reafirmó su estilo: el equilibrio entre dramaturgia, gesto y ritmo. Su ascendencia teatral se percibe en cada marca, en cada desplazamiento, en el modo en que permite respirar a los personajes.
El regista trabajó con una lectura fiel al espíritu de Victorien Sardou, respetando el pulso original de la obra y, al mismo tiempo, incorporando gestos de profundo simbolismo. Uno de ellos —la caricia de Tosca a Scarpia antes del asesinato, gesto creado por Sarah Bernhardt en la versión teatral— fue rescatado con inteligencia y elegancia, como homenaje a la raíz dramática del libreto.
Con solo practicables y una planta escénica de austeridad deliberada, Battaglia y su equipo lograron una coherencia visual admirable. La mirada se centró en los cuerpos y las voces, en la tensión que nace del silencio y en la cercanía física entre los intérpretes. Fue una puesta de proximidad, no de distancia: el drama sucedía delante del espectador, tangible y humano.
Su equipo técnico fue clave para ese resultado, por lo cual es loable citar : Erika Spinelli y Chistian Lock (coordinadores de escenografía), aportaron sensibilidad y funcionalidad; Nabila Abdala (coordinadora de vestuario), logró aprovechar el vestuario cedido por el Teatro Argentino de La Plata y brindar nuevamente una estética coherente con el tiempo y el tono del espectáculo
Para comletar este equipo de escena, bien merece un apartado Oscar Bonardi
Oscar Bonardi: la luz como relato
El trabajo de Oscar Bonardi trascendió la función técnica: fue el alma visual de la puesta, la comunión en dialogo con el regista ya que cada luz estuvo pensada como parte del discurso escénico. El primer acto, con sus tonos dorados y sombras apenas insinuadas, evocó la solemnidad religiosa; el segundo, con luces rasantes y diagonales que cortaban el espacio, acentuó el clima de opresión y deseo; el tercero, con una luz que anunciaba el alba pero también la muerte, fue una pintura de claroscuro.

Bonardi construyó momentos de clímax intensos con sobriedad y refinamiento, potenciando la acción sin robarle protagonismo. Su trabajo fue una lección de cómo, con medios limitados, se puede crear atmósfera, emoción y ritmo visual. Su luz respiró con la música, acompañó los movimientos y delineó los perfiles psicológicos de los personajes. Una labor de verdadera jerarquía.
Javier Más: dirección con oído, corazón y arquitectura
En el foso, el Maestro Javier Más condujo con inteligencia, equilibrio y una visión clara del conjunto. Su dirección no solo fue musicalmente sólida: fue teatral. Supo leer cada tensión, cada pausa, cada silencio.
Más trabajó con una orquesta de más de treinta músicos, logrando una sonoridad amplia y transparente. Su lectura de Puccini fue refinada, sin efectismos, atenta a los colores orquestales y al diálogo con los cantantes.
El primer acto fluyó con naturalidad, el segundo tuvo un pulso interno de notable dramatismo, y el tercero se resolvió con un lirismo contenido que evitó cualquier exceso sentimental.
Más entendió que el equilibrio es el verdadero lujo: las cuerdas tuvieron calidez, los metales brillo sin estridencia, y la orquesta entera respiró al servicio de la escena. Su manejo del tempo y de las dinámicas fue ejemplar.
Se agradece una batuta que privilegia el matiz por sobre el ruido, la emoción por sobre el énfasis. Fue una dirección de orquesta madura, sensible y de notable solidez artística, que sostuvo el espectáculo de principio a fin.
Una reflexión necesaria
Tosca es, ante todo, una ópera sobre la fe: fe en el amor, en el arte y, sobre todo, en la humanidad del teatro. Esta versión, realizada con medios modestos, devolvió ese sentido primario de comunión.
Porque lo que más conmovió —más allá de los aplausos, los nombres y las arias célebres— fue la convicción de un equipo que, con pocos recursos, logró un espectáculo de autenticidad y hondura. En un tiempo donde la abundancia visual suele disfrazar la falta de ideas, esta Tosca demostró que la sencillez, cuando está guiada por la pasión y el conocimiento, alcanza una grandeza innegable.
Una lección de teatro.
Y de verdad.
