Libro: Yasmina Reza. Traducción: Gonzalo Garcés. Intérpretes y dirección: Germán Palacios, Inés Estevez. Vestuario: Romina Giangreco. Escenografía: Ariel Vaccaro. Iluminación: Ricardo Sica. Sala: Maipo, Esmeralda 443. Funciones: viernes, 20.30; sábados, 21. Nuestra opinión: muy buena.
Bajo el manto de una tarde que se desvanece, El hombre inesperado de Yasmina Reza se alza como un delicado tapiz tejido con los hilos de la melancolía y el anhelo. En el escenario, un tren —ese símbolo de fugacidad y encuentro— acoge a dos almas errantes: un escritor de pluma afilada y corazón herido, y una mujer que guarda en su bolso, como un talismán, la última novela de aquel a quien ha amado en secreto a través de sus palabras. Dirigida con exquisita sensibilidad por Inés Estévez y Germán Palacios, quienes también encarnan a los protagonistas, esta obra es un vals de pensamientos íntimos, un susurro que resuena en el alma del espectador.
La pluma de Reza, cual orfebre de las emociones, cincela monólogos a pura introspección. En el vaivén del tren que cruza de París a Frankfurt, los personajes se sumergen en sus propios abismos: él, un autor célebre que arrastra la amargura de los años y la fragilidad de su cuerpo; ella, una soñadora que teme que el encuentro con su ídolo desvanezca el sortilegio de sus libros. La espera, ese preludio del amor o la decepción, se convierte en el corazón palpitante de la obra, y Reza, nos invita a danzar en la penumbra de lo que pudo ser.
Inés Estévez, es un relámpago de pasión y fragilidad como Martha, la mujer que ha tejido su amor en las páginas del escritor. Su interpretación es un lienzo donde se mezclan la audacia de una enamorada y el temor de quien presiente la caída. Estévez, con la gracia de una musa renacentista, despliega un abanico de matices: es coqueta, es sabia, es vulnerable. Sus parlamentos, verdaderas perlas de la dramaturgia, resuenan como versos de un poema olvidado: sus reflexiones sobre el deseo, la amistad y la pérdida son un bálsamo para el corazón. La anécdota de su hermano y las baldosas negras, narrada con un encanto casi pictórico, es un destello de luz en la penumbra de la obra.
Germán Palacios, por su parte, en la piel del escritor, es un caballero de armadura rota, un alma que destila ironía y desencanto. Su personaje, atrapado en la telaraña de sus achaques y sus rencores, podría haber sido un eco de la soledad más acerba, pero Palacios lo dota de una humanidad radiante. Con gestos precisos y una voz que acaricia y hiere, transforma la causticidad de su personaje en un canto agridulce, como el de un trovador que ha olvidado la melodía de la dicha. Sus contradicciones —el desprecio por la crítica, el hastío hacia el amor— se tornan, bajo su interpretación, un reflejo del alma que aún busca redención.
La dirección, a cargo de ambos intérpretes, es un abrazo que envuelve al público en la intimidad del vagón. El escenario, sobrio como un cuadro de Vermeer, evoca el traqueteo del tren y la quietud de las almas que lo habitan, una puesta que, como un vino añejo, se saborea en su complejidad y su calidez.
El hombre inesperado es un lienzo romántico donde el encuentro y la distancia se entrelazan como amantes imposibles. Estévez y Palacios, con su talento y su entrega, dan vida a un duelo de soledades que se miran sin atreverse a tocarse. La obra, nos deja suspendidos en la belleza de lo inacabado, invitándonos a imaginar el destino de estas dos almas que, en el tren del tiempo, se rozaron bajo la luz de un instante eterno.