El 12 de julio de 1889, el Lyceum Theatre de Londres amaneció envuelto en una expectación inusual. Las entradas se habían agotado semanas antes, y los carroajes se alineaban en Wellington Street mucho antes de que el telón se levantara. No era una función más: era el debut londinense de La Tosca, el drama en cinco actos que Victorien Sardou había escrito especialmente para la mujer más famosa del mundo, Sarah Bernhardt.
La actriz llegaba precedida por una reputación que rozaba la leyenda. En París, su Tosca había estremecido a la Comédie-Française, provocando escándalo y admiración a partes iguales. En Londres, los críticos del The Times y The Daily Telegraph discutían sobre si su arte era histriónico o revolucionario. Lo cierto es que Bernhardt encarnaba una forma nueva de actuar: emocional, física, intensamente moderna, alejada del recitado declamatorio que aún dominaba los escenarios británicos.
Una actriz que era un acontecimiento
Sarah Bernhardt no representaba personajes: los devoraba. Su Floria Tosca era una heroína de carne y fuego, mezcla de diva, amante y mártir. En la Roma convulsionada por la caída de la república y el avance de Napoleón, Tosca se debatía entre la fe, el amor y el poder. Frente a ella, el siniestro Barón Scarpia, jefe de la policía papal, simbolizaba la opresión masculina y política de toda una época.
La escenografía, con sus templos, palacios y calabozos diseñados con lujo casi cinematográfico, servía de marco para una interpretación que desbordaba los límites del teatro convencional. Bernhardt modulaba cada palabra, cada respiración. “Su voz era como un violonchelo en las sombras”, escribiría un cronista del Morning Post.
La noche de la caricia
Pero fue en el cuarto acto (se aclara que la obra teatral posee cinco actos) — durante la escena del enfrentamiento entre Tosca y Scarpia— cuando el teatro se detuvo. La tensión había llegado a un punto insoportable. Scarpia ofrecía el indulto del amante a cambio de los favores de Tosca. Ella, humillada, parecía rendirse. Y fue entonces cuando Bernhardt hizo algo que no estaba en el texto original de Sardou, pero que cambiaría para siempre la percepción del personaje.
Con una lentitud calculada, se acercó al Barón, lo miró fijamente, y le acarició el rostro. No fue un gesto de ternura, sino de dominio. Esa mano que recorría la mejilla del verdugo contenía el vértigo de la seducción y la venganza. Fue la sublimación del poder femenino: la mujer que manipula al opresor, que utiliza el deseo como arma, que invierte las reglas del juego antes de asestar el golpe final.
El público, acostumbrado a las heroínas víctimas, contuvo la respiración. Esa caricia —que duró apenas unos segundos— fue descrita al día siguiente por The Times como “el instante más peligroso y fascinante que haya conocido un escenario inglés”. Cuando Tosca finalmente hundió el puñal en el pecho de Scarpia, la sala estalló en un silencio reverente. No fue un crimen pasional, sino una declaración política y moral: el triunfo de la inteligencia sobre la fuerza.
Londres ante la mujer moderna
En los días siguientes, las críticas fueron unánimes. The Daily Telegraph hablaba de “un acto de arte puro, tan perfecto que desarma cualquier pudor victoriano”. Los espectadores, acostumbrados a la rigidez de las heroínas inglesas, veían en Tosca a una mujer libre, compleja y capaz de usar su sensualidad sin ser reducida a ella. Bernhardt no interpretaba a una pecadora ni a una santa: era ambas cosas al mismo tiempo.
El público londinense, dividido entre la fascinación y la incomodidad, comprendió que estaba ante algo nuevo. En una sociedad que aún exigía recato y sumisión, La Tosca de Sarah Bernhardt mostraba la independencia del cuerpo y la voluntad femeninos. La actriz no necesitó discursos feministas: le bastó con una mirada, una caricia y un puñal.
Del teatro a la leyenda
El éxito fue inmediato. Las funciones se multiplicaron, y el nombre de Tosca empezó a circular por toda Europa. En 1890, en una gira triunfal, Bernhardt la llevó a San Petersburgo, Viena, Berlín y Nueva York. En cada ciudad, el público esperaba ese mismo momento: la caricia y el asesinato. El gesto se convirtió en una marca registrada, en un sello de su arte y en el preludio de algo más grande.
Porque aquella escena, vista en Londres en 1889, inspiró directamente a Giacomo Puccini, que asistiría años después a una representación en París. El compositor comprendió que allí había un material teatral ideal para la ópera. La intensidad emocional, el ritmo dramático y la figura de Tosca —esa mezcla de diva y víctima que Bernhardt había inmortalizado— se convirtieron en la base de la partitura que estrenaría en Roma en 1900.
Puccini mantuvo incluso ese momento clave: la caricia de Tosca a Scarpia antes de matarlo. Pero mientras en la ópera la orquesta cubre el gesto con una oleada de cuerdas y metales, en la versión teatral de Sarah Bernhardt, el silencio lo convertía en algo casi sagrado.
El legado de una noche
El estreno de La Tosca en Londres no fue solo un éxito artístico: fue un manifiesto cultural. Representó el cruce entre el fin del siglo XIX y el comienzo de una nueva sensibilidad. Sarah Bernhardt mostró que el teatro podía ser un espejo de las pasiones humanas sin filtros, y que la mujer podía ocupar el centro del drama no como objeto de deseo, sino como sujeto de poder.
Aquella noche del 12 de julio de 1889, el público londinense presenció el nacimiento de un mito. El mito de Tosca, sí, pero sobre todo, el de Sarah Bernhardt como encarnación de la libertad femenina, capaz de transformar un gesto en una revolución estética.
Y cuando el telón cayó, y los aplausos no cesaban, una espectadora escribió en su diario una frase que resume lo ocurrido:
“No vimos una actriz. Vimos a una mujer vencer al mundo con una caricia.”
