Direttore: Michele Mariotti. Regia: Calixto Bieito. Maestro del Coro Ciro Visco. Scene Anna Kirsch. Costumi Ingo Krügler. Luci Michael Bauer.
SUOR ANGELICA: Musica Giacomo Puccini / Opera in un atto
Libretto di Giovacchino Forzano
PERSONAGGI E INTERPRETI: Suor Angelica Yolanda Auyanet,
La Zia Principessa Marie-Nicole Lemieux, La badessa Annunziata Vestri, La Suora Zelatrice Irene Savignano, La Maestra delle Novizie Carlotta Vichi, Suor Genovieffa Laura Cherici, Suor Osmina/La novizia Jessica Ricci, Suor Dolcina Ilaria Sicignano
La suora infermiera Maria Elena Pepi, I cercatrice Marianna Mappa
II cercatrice Claudia Farneti, I Conversa Sofia Barbashova
II Conversa Caterina D’Angelo
IL PRIGIONIERO: Musica Luigi Dallapiccola, Opera in un prologo e un atto, Libretto di Luigi Dallapiccola, da La torture par l’espérance di Villiers de l’Isle Adam, da La légende d’Ulenspiegel et de Lamme Goedzak di Charles de Coster
PERSONAGGI E INTERPRETI: La Madre Ángeles BlancasIl Prigioniero Mattia Olivieri, Il Carceriere/Il Grande Inquisitore John Daszak, Primo Sacerdote Nicola Straniero**, Secondo Sacerdote Arturo Espinosa, Il Grande Inquisitore John Daszak. **Diplomato “Fabbrica” – Young Artist Program del Teatro dell’Opera di Roma
Orchestra e Coro del Teatro dell’Opera di Roma
con la partecipazione del Coro di Voci Bianche del Teatro dell’Opera di Roma (maestro Alberto de Sanctis). Nuovo allestimento Teatro dell’Opera di Roma. Función vista 24 de Abril 2025. Nuestra calificación: muy buena
En la austera penumbra del Teatro Costanzi, anoche, el Teatro dell’Opera di Roma presentó el cierre del proyecto “Trittico Ricomposto” con un díptico que unió Suor Angelica de Giacomo Puccini y Il Prigioniero de Luigi Dallapiccola, bajo la batuta de Michele Mariotti y la regia debutante en Roma de Calixto Bieito, cuya provocación tangible se sintió como un latigazo en la piel del público romano, tan acostumbrado al recogimiento devoto como a la grandilocuencia operística. Este díptico, atravesado por el ascetismo como dicotomía entre la sumisión espiritual y la rebelión visceral, expuso la prisión del alma en un convento y una celda, donde la esperanza se retuerce hasta convertirse en ceniza. Bieito, con su mirada afilada, despojó a ambas obras de cualquier edulcorante, dejando al descubierto la crudeza de la condición humana, aunque su negativa a visualizar el milagro final de Suor Angelica traicionó la esencia del perdón maternal que Puccini soñó, ofreciendo en cambio un vacío que punzó más que conmovió.
Michele Mariotti, con una dirección musical que destiló precisión y fervor, navegó la dualidad de estas partituras con maestría. En Suor Angelica, la Orquesta del Teatro dell’Opera di Roma, bajo su mando, tejió un tapiz de colores pastel que envolvía el convento con una falsa serenidad, para luego desatar crescendos que rasgaban el velo de la resignación. El Coro y el Coro di Voci Bianche, dirigidos por Ciro Visco y Alberto de Sanctis, aportaron una presencia casi espectral, un eco de la fe que se quiebra. En Il Prigioniero, Mariotti abrazó la aspereza dodecafónica de Dallapiccola, equilibrando la violencia orquestal con momentos de introspección que resonaban como lamentos en una cripta. Su capacidad para unir estas obras, tan dispares en estilo pero hermanadas en su claustrofobia, fue un ejercicio de lucidez que dio coherencia a la velada.

El reparto vocal, de una solidez abrumadora, llevó el peso emocional de la propuesta. Yolanda Auyanet, como Suor Angelica, fue un torbellino de vulnerabilidad y desesperación; su voz, de un lirismo desgarrador, alcanzó su cenit en “Senza mamma”, donde cada nota parecía sangrar. Marie-Nicole Lemieux, encarnando a la Zia Principessa, destiló una frialdad aristocrática que helaba la sala, aunque su interpretación, monolítica, careció de las grietas que habrían humanizado su crueldad. Annunziata Vestri y Irene Savignano, como la Badessa y la Suora Zelatrice, aportaron un contrapeso vocal impecable, reforzando la opresión del entorno conventual. En Il Prigioniero, Mattia Olivieri ofreció una interpretación visceral, su voz robusta y su entrega física transmitiendo el tormento de un hombre devorado por la ilusión de la libertad. Ángeles Blancas, como la Madre, inyectó una intensidad que cortaba el aliento, mientras que John Daszak, en el doble rol de Carceriere y Grande Inquisitore, navegó con astucia entre la seducción y la amenaza, su presencia escénica tan afilada como un bisturí.

Calixto Bieito, en su esperado debut romano, irrumpió con una regia que no pidió permiso ni ofreció disculpas. Su visión, apoyada en la escenografía austera de Anna Kirsch, con paneles que encerraban a los personajes como en una jaula, y la iluminación cortante de Michael Bauer, creó un universo donde el ascetismo no era refugio, sino castigo. En Suor Angelica, Bieito desmitificó el convento, mostrando a las monjas como mujeres atrapadas por deseos reprimidos, sus gestos contenidos rompiéndose en momentos de humanidad cruda. Sin embargo, su decisión de suprimir cualquier atisbo del milagro final, dejando a Angelica en un abismo de soledad sin la redención maternal que Puccini imaginó, fue un golpe mordaz que, si bien coherente con su estética descarnada, privó a la obra de su catarsis espiritual. En Il Prigioniero, Bieito exprimió la angustia de Dallapiccola hasta la última gota, con una dirección actoral que hizo palpable el horror psicológico; la interacción entre el Prisionero y el Carceriere, cargada de una crueldad casi sádica, evocó la tortura por la esperanza que inspiró la obra. Pero incluso aquí, su insistencia en la fisicidad del sufrimiento a veces opacó la sutileza de los monólogos interiores, como si temiera que el público no soportara el silencio.
En Roma, ciudad donde el recogimiento católico y la exuberancia barroca coexisten, este díptico resonó con una fuerza particular. Bieito y Mariotti, cada uno a su manera, confrontaron al público con la dicotomía del ascetismo: la sumisión que promete salvación y la rebeldía que condena al vacío. Fue una noche de contrastes, donde la belleza vocal y la provocación escénica se enfrentaron en un duelo que, aunque no siempre equilibrado, dejó una huella imborrable. Bieito, con su irreverencia, nos recordó que el perdón, como la libertad, es un lujo que no todos pueden permitirse.
