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Ópera: EVGENIJ ONEGIN en La Scala, el espejismo que nunca ardió (crítica y video de función)

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Evgenij Onegin (Moscú, Teatro del Conservatorio,19 de marzo de 1879), libreto de K. Silovski y P. I. Chaicovsqui sobre el poema de Pushkin, música de P. I. Chaicovsqui. Dirección escénica: Mario Martone. Escenografía: Margherita Palli. Vestuario: Ursula Patzak. Coreografia: Daniela Schiavone. Iluminación: Pasquale Mari. Vídeo: Alessandro Papa. Intérpretes: Alexey Markov (Onegin), Dmitry Korchak (Lenski), Aida Garifullina (Tatiana), Elmina Hasan (Olga), Dmitry Ulianov (Gremin), Alisa Kolosova (Larina), Julia Gertseva (Filipievna), y otros. Coro (dirigido por Alberto Malazzi) y Orquesta del Teatro. Dirección: Timur Zangiev. Función: 11 de Marzo, 20 hs. . Nuestra calificación: regular

¡Qué espectáculo tan singular, qué refinada calamidad nos ha obsequiado el Teatro alla Scala con este Evgenij Onegin en la temporada 2024/25! Uno ingresa al augusto recinto con el alma dispuesta a ser atravesada por las flechas del genio de Čajkovskij, ese poeta del corazón desgarrado, y sale, en cambio, con la impresión de haber asistido a una velada donde el champán se sirvió tibio y sin burbujas. La dirección escénica, bajo la batuta del ilustre Mario Martone —¡oh, gran arquitecto de ilusiones!—, nos invita a un banquete de modernidad que resulta ser un espejismo: campos de trigo que susurran una nostalgia rural, un cubo de libros para Tat’jana que promete erudición, y un duelo metamorfoseado en ruleta rusa, un destello de audacia que podría haber brillado como un diamante en bruto. Mas, ¡ay!, todo se desvanece en un lienzo de intenciones sin rematar. La ruleta, lejos de ser un grito trágico, se convierte en un murmullo teatral, un gesto que muere antes de nacer, mientras los decorados de Margherita Palli, bellos como un cuadro de Levitán, carecen del alma que los haga hablar. El vestuario de Ursula Patzak, con sus trajes modernos de líneas impecables, parece gritar una revolución que nunca llega, como si los personajes fueran mannequins extraviados en un escaparate de Milán. Es una danza de símbolos vacíos, una mascarada de pretensiones donde el telón, al caer, parece exhalar un suspiro de alivio.

Y qué decir de Aida Garifullina, nuestra Tat’jana, cuya voz, ligera como el susurro de una brisa primaveral, flota con gracia pero jamás se ancla en la tormenta emocional que el papel exige. En la «escena de la carta», donde el alma de una joven debería arder como una antorcha en la noche, nos entrega un lamento tan pálido que uno teme que las lágrimas sean de acuarela y no de sangre. Compararla con la sublime Mirella Freni de 1986 es como enfrentar un candelabro de cristal a una vela gastada: la luz está, pero no quema. El resto del reparto no eleva el tono: Alexey Markov, un Onegin de porte aristocrático, seduce con la frialdad de un diplomático en una recepción aburrida, mientras Dmitry Korchak, como Lenskij, aporta un fulgor pasajero, un destello de vida que se apaga en el tedio general. Son marionetas en un escenario que les pide pasión y les ofrece grilletes.

Foto gentileza, prensa y protocolo Alla Scala

Pero la orquesta, ¡ah, la orquesta!, dirigida por el joven Timur Zangiev —¡un Prometeo que aún no ha robado el fuego!—, promete desatar el torrente de Čajkovskij y nos entrega, en su lugar, un arroyo de aguas mansas. Las cuerdas, que deberían gemir como almas en pena, apenas susurran con cortesía; los metales, que podrían haber tronado como un cañón en Borodinó, se limitan a un eco educado. El vals del segundo acto despierta un instante, como si la memoria de La Scala exigiera grandeza, pero pronto recae en una placidez que roza lo soporífero. Zangiev, con mano precisa pero sin audacia, conduce este carruaje de oro con la cautela de un cochero temeroso de las curvas, y el equilibrio con los cantantes es un vals desajustado: la voz de Garifullina se pierde en un oleaje que no sabe si alzarla o hundirla, mientras Markov y Korchak logran asomar, aunque solo para reflejar la misma languidez. Es una sinfonía de cristal fino, pero sin el golpe que la haga estallar en mil fragmentos brillantes.

En suma, este Onegin es un espejismo de opulencia, una joya falsa que reluce en la vitrina pero se deshace al tocarla. La dirección escénica de Martone teje un tapiz de ideas exquisitas con hilos que se deshilachan al primer roce; la orquesta de Zangiev, un instrumento de leyenda, tañe notas correctas pero carentes de vida. Y el reparto, con una Tat’jana que canta como un ruiseñor enjaulado, nos deja con la certeza de que el verdadero drama yace en las butacas, donde el público, con sus bolsillos aligerados y sus esperanzas marchitas, contempla este naufragio y murmura: «¿Era esto todo?». ¡Oh, La Scala, palacio de dioses, cómo te han convertido en un salón de espejos rotos! Que este Onegin se desvanezca en el olvido como un eco en la estepa, y que el próximo telón traiga algo más que sombras elegantes y promesas huecas.

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