martes, 14 de octubre de 2025
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Onegin: cada paso de Marianela Núñez, un beso etéreo al escenario…

LECTURA RECOMENDADA

Ballet en tres actos basado en la novela Evgueni Onieguin de Alexander Pushkin. Música Piotr Ilich Chaikovski. Coreografía John Cranko. Supervisión Reid Anderson–Gräfe. Dirección musical Ermanno Florio. Arreglos musicales y orquestación Kurt-Heinz Stolze Reposición coreográfica Agneta Valcu, Victor Valcu. Diseño de vestuario Roberta Guidi Di Bagno. Diseño de iluminación Rubén Conde. Casting Marcia Haydée. Bailarines invitados Marianela Núñez (Royal Ballet de Londres). Jakob Feyferlik (Ballet Estatal de Baviera). Ballet Estable del Teatro Colón. Orquesta Estable del Teatro Colón. Función: domingo 12 de Octubre, 17 hs. Nuestra calificación: muy bueno.

En el siglo XX, el ballet clásico encontró en la literatura un terreno fértil donde expandir su lenguaje dramático. John Cranko, maestro británico y figura central del Stuttgart Ballet, fue quizás el más lúcido en esa búsqueda. Su Onegin (1965), inspirada en la novela en verso de Aleksandr Pushkin, sigue siendo su obra más perdurable: una meditación coreográfica sobre el deseo, la ilusión y el desencanto. La música —no la de la ópera homónima de Chaikovski, sino un collage de obras para piano y orquesta arregladas por Kurt-Heinz Stolze— aporta un clima de lirismo melancólico que acompaña a la perfección la tragedia interior de los personajes. El pasaje de Tatiana, desde su inocencia rural hasta la madurez resignada, es el corazón palpitante del ballet.

En esta producción del Teatro Colón, Marianela Núñez, nuestra étoile internacional del Royal Ballet, se adueñó de ese arco con una intensidad que solo puede provenir de la experiencia y el dominio absoluto del cuerpo. A sus 43 años, su Tatiana es una lección de interpretación: en la escena de la carta, su cuerpo se transforma en escritura, y en el pas de deux final, cada respiración es un acto de contención y dignidad. Jakob Feyferlik, su partenaire, compuso un Onegin de impecable presencia, distante y cerebral, un hombre encerrado en sí mismo, incapaz de amar hasta que es demasiado tarde; su frialdad inicial encontró en el último acto una vulnerabilidad conmovedora. El dúo final, entre ambos, fue el punto de fusión donde la danza se convierte en teatro puro. Milagros Niveyro (Olga) y Lucas Matzwin (Lensky) dieron solvencia a la pareja secundaria: ella, traviesa y ligera; él, lírico aunque algo apresurado en la música, de bello fraseo y proyección. David Juárez Vizgarra, en su breve pero decisiva intervención como Gremin, aportó nobleza y hondura; su pas de deux con Núñez fue de una poesía conmovedora.

Núñez – Feyferlik. Foto gentileza Carlos Villamayor, Prensa Teatro Colón de Buenos Aires

Sin embargo, más allá de la brillantez de sus intérpretes, la producción acusa el paso del tiempo. Las transparencias escenográficas, que en su momento pudieron sugerir atmósferas poéticas, hoy opacan la visualidad: no generan limpieza ni aire, sino un efecto de onirismo rancio, de tempi vecchi. El desgaste de los telones y los recursos lumínicos de otra época impiden que la riqueza del movimiento fluya visualmente. Uno no puede evitar preguntarse si no sería hora de repensar esta producción y darle a Onegin una nueva mirada estética, más acorde con los estándares actuales. Si se observa lo hecho recientemente por el Ballet Nacional del Sodre o el Ballet de Santiago de Chile, con montajes depurados y coherencia dramatúrgica, el contraste es inevitable. ¿Tiene sentido insistir en reponer una producción cuya factura escénica se siente antigua y de recursos arcaicos, cuando el espíritu de Cranko pedía verdad, emoción y frescura?

El Cuerpo Estable del Teatro Colón, bajo la dirección de Julio Bocca, mostró un avance tangible y una energía revitalizada. Las escenas campesinas del primer acto tuvieron ritmo, musicalidad y un sentido de comunidad escénica que evidencia trabajo y cohesión. En los bailes de salón aún se perciben diferencias de estilo, pero la disciplina general y el compromiso son notables. Bocca imprime su sello: rigor, presencia y vitalidad.

Onegin sigue siendo una obra maestra sobre el desencuentro y la renuncia, sobre la imposibilidad de volver atrás. Cranko la construyó con un lenguaje de gestos precisos y silencios elocuentes. Pero cuando una producción envejece más que su historia, el riesgo es que la emoción se empañe bajo velos innecesarios. Aun así, en el escenario del Colón, Marianela Núñez volvió a recordarnos por qué la danza, en su forma más pura, es el arte de hacer visible lo invisible.

—Y me permito un susurro final —dice el Dr. Merengue: “cuando una artista como Núñez baila, el escenario debería descalzarse antes de recibirla”.

Marianela Nueñez. Foto gentileza Juanjo Bruzza, Prensa Teatro Colón de Buenos Aires

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