domingo, 21 de septiembre de 2025
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O.F.B.A., Lugansky, Teatro Colón: técnica de orfebre, pulso de metrónomo

LECTURA RECOMENDADA

Beethoven – Rachmaninov . (vo. COncierto Orquesta Filarmonica de Buenos Aires. Director Srba Dinic. Piano Nikolai Lugansky 

PARTE I

Ludwig van Beethoven
(1770-1827)
Obertura «Coriolano», op. 62
Allegro con brio

Sinfonía nº 8 en fa mayor, op. 93
I Allegro vivace e con brio – II Allegretto scherzando – III Tempo di menuetto – IV Allegro vivace

PARTE II

Sergei Rachmaninov (1873-1943)
Concierto para piano y orquesta nº 2 en do menor, op. 18
I Moderato – II Adagio sostenuto – III Allegro scherzando

Nuestra calificación: excelente

El pasado 9 de agosto, la sala principal del Teatro Colón volvió a vestirse de gala para recibir una de las citas más atractivas de la temporada: el Octavo Concierto de la Filarmónica de Buenos Aires, bajo la dirección del maestro serbio Srba Dinic. Su hoja de vida impresiona: Director titular de la Orquesta de Belgrado, Director Musical de la Ópera de Berna, del Palacio de Bellas Artes de México, y figura habitual en podios tan diversos como los de Múnich, Hamburgo, Shanghái o Taipéi, siempre con una marcada vocación por conjugar rigor técnico y claridad expresiva.

Beethoven en dos registros

La velada se abrió con la Obertura “Coriolano”, op. 62, obra que condensa en pocos minutos la capacidad de Beethoven para alternar tensión dramática y lirismo. Dinic optó por un pulso firme y decidido, destacando las transiciones entre la energía casi marcial de los pasajes iniciales y las secciones más introspectivas, con una orquesta atenta, compacta y de admirable precisión en ataques y matices.

La Sinfonía N.º 8 en fa mayor, op. 93 continuó la primera parte. Esta sinfonía, injustamente menos programada que la Séptima, es una auténtica broma sinfónica, un ejercicio de humor y agudeza rítmica que juega con las expectativas del oyente. La Filarmónica, bajo la batuta de Dinic, supo encontrar el equilibrio entre ligereza y energía, especialmente en el allegretto scherzando, donde la claridad de las maderas y el empaste de las cuerdas construyeron un discurso de contagiosa vitalidad. El público, cómplice y respetuoso, acompañó sin interrumpir entre movimientos, lo que permitió disfrutar la obra como un todo orgánico.

Foto gentileza: Juanjo Bruzza, Prensa Teatro Colón

Lugansky y el territorio sagrado de Rachmaninov

Si la primera parte fue un ejemplo de disciplina orquestal, la segunda se convirtió en un acontecimiento de alto voltaje emocional gracias al regreso del pianista ruso Nikolai Lugansky, cuya presencia en el Colón —tercera visita ya— siempre despierta expectación. Formado en la gran escuela pianística moscovita, Lugansky es heredero de una tradición que combina la técnica infalible con la capacidad de penetrar en las capas más profundas del discurso musical. A lo largo de su carrera ha cultivado un repertorio vasto, que va de Chopin, Debussy y Prokofiev a autores menos transitados como Medtner, sin olvidar a Scriabin. Sin embargo, es en Serguéi Rachmaninov donde muchos críticos coinciden en situar su verdadero centro gravitacional: él mismo lo ha reconocido como su “guía musical”, y no es raro que sus interpretaciones sean consideradas de referencia.

En esta ocasión abordó el Concierto para piano y orquesta N.º 2 en do menor, op. 18, una de las partituras más icónicas del repertorio romántico y una obra que, por su mezcla de virtuosismo, lirismo y tensión emocional, exige no solo dedos prodigiosos, sino también una arquitectura interpretativa sólida. Desde los primeros acordes, profundos y resonantes, Lugansky marcó un camino claro: nada de excesos sentimentales gratuitos, sino una concepción amplia y equilibrada, donde cada clímax se construye con lógica interna.

Su digitación, precisa y potente, le permitió afrontar las temibles exigencias técnicas del primer movimiento con una limpieza apabullante, sin sacrificar la línea melódica. En el segundo, adagio sostenuto, desplegó un fraseo de nobleza y contención, evitando el rubato excesivo y dejando que la melodía respirara con una naturalidad que pocos logran. El tercero fue un despliegue de energía controlada: aquí su virtuosismo no fue mero despliegue atlético, sino vehículo para conducir la tensión hasta un final triunfal.

La Filarmónica de Buenos Aires, atenta a cada gesto del solista, ofreció un acompañamiento de gran nivel, destacando una sección de cornos de extraordinaria belleza tímbrica, que redondeó la atmósfera romántica sin caer en empalagos. Dinic, siempre atento, supo ceder el protagonismo al piano sin renunciar a la fuerza orquestal en los momentos de tutti.

Foto gentileza: Juanjo Bruzza, Prensa Teatro Colón

A pesar de que su estilo, por momentos, pueda percibirse como frío o demasiado mesurado para quienes esperan una lectura más incendiaria, lo cierto es que en Lugansky esa sobriedad es un sello personal: una manera de decir que la música no necesita gestos externos para conmover, porque la emoción está en la pureza del sonido y en la coherencia del discurso.

Los aplausos fueron prolongadas y cálidos. En respuesta, el pianista regaló como encore el Preludio N.º 23 en do menor de Rachmaninov, interpretado con esa mezcla de precisión y melancolía que caracteriza su arte, cerrando así un círculo emocional que había comenzado con el concierto y que reafirmó su afinidad con el compositor.

Una noche para el recuerdo

El Octavo Concierto de la temporada no solo dejó el testimonio de una orquesta en excelente forma y un director de sólida autoridad, sino también la certeza de haber presenciado a uno de los grandes pianistas de nuestro tiempo en un repertorio que parece hecho a su medida. Una velada que se inscribe, sin exageración, entre las de más alto nivel artístico de los últimos años en el Colón.

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