Autor y director: Francisco Lumerman. Intérprete: Luciano Cáceres. Escenografía: Agustín Garbellotto. Luces: Ricardo Sica. Diseño sonoro: Agustín Lumerman. Sala: Teatro Metropolitan Funciones: jueves, 20,30 hs. Duración: 50 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
Si hay algo que salva a Muerde de hundirse en el pantano de su propia solemnidad, es la interpretación de Luciano Cáceres, un actor que parece haberse desgarrado las entrañas para encarnar a René, ese ser abandonado, manchado de sangre y condenado a habitar los rincones más sórdidos de la memoria. Cáceres no actúa: sobrevive en escena. Con una entrega física y emocional que raya lo masoquista, logra lo imposible: sostener durante casi una hora un monólogo que, en manos menores, habría sido un ejercicio de narcisismo teatral o, peor aún, un soporífero soliloquio. Aquí, sin embargo, cada gota de sudor, cada temblor, cada silencio estrangulado, son un recordatorio de por qué el teatro argentino necesita figuras como él: incisivas, brutales, dispuestas a morder el polvo para que el público trague saliva.
Pero no nos engañemos: la obra de Francisco Lumerman (director de la propuesta tambien) es un cadáver exquisito que Cáceres revive a fuerza de latigazos interpretativos. El texto, aunque inteligente en su estructura de thriller psicológico, se regodea en su propia densidad simbólica como un adolescente enfurruñado. Sí, es admirable cómo dosifica la información, cómo convierte el taller familiar en una metáfora de la exclusión y cómo explora la violencia como síntoma de una sociedad que margina al «diferente». Pero también es cierto que, sin la carnalidad visceral de Cáceres, este guion correría el riesgo de leerse como un manual de psicoanálisis aplicado a un caso clínico. ¿Acaso alguien más podría hacer creíble que un hombre habla durante una hora con su propia voz internalizada, sin caer en lo ridículo o lo pretencioso? Difícil.
René, el personaje, es un rompecabezas de traumas: abandonado por su familia, rechazado por el pueblo, condenado a vivir entre astillas y recuerdos sangrientos. Su anhelo de pertenencia es tan patético como conmovedor, y Cáceres lo retrata con una mezcla de ferocidad y vulnerabilidad que duele. Es aquí donde el actor demuestra su maestría: en cómo modula su voz entre el susurro quebrado y el grito ahogado, en cómo sus manos manchadas (¿de pintura? ¿de crimen?) se convierten en un personaje más, en cómo convierte la carpintería en un infierno íntimo. Hasta la decisión de reprimir su voz tras revelar secretos impactantes —un recurso que en otro contexto parecería un tic— adquiere sentido bajo su mirada desesperada.
Sin embargo, Muerde no escapa a sus propias contradicciones. La dirección de Franciasco Lumerman, aunque eficaz en su minimalismo, a veces parece complaciente con el texto, confiando demasiado en que la intensidad de Cáceres compensará la falta de dinamismo escénico. La iluminación y la música, aunque sugerentes, funcionan más como apuntes estéticos que como elementos narrativos esenciales.
¿Es Muerde una obra mayor? Solo si se mide por la altura de su protagonista. Luciano Cáceres no solo sostiene la tensión: la estrangula, la retuerce y la escupe en el rostro del espectador. Pero cuando el telón cae, uno no puede evitar preguntarse si todo este despliegue de talento no merecía un vehículo más audaz, menos atado a sus propias pretensiones literarias. Porque, al final, lo que perdura no es la trama ni el simbolismo, sino la imagen de un actor que, literalmente, se deja la sangre en el escenario para que nosotros recordemos qué significa el teatro cuando deja de ser teatro y se convierte en una herida abierta.