En un año cinematográfico saturado de tanques ruidosos y relatos vertiginosos, Mente Maestra llega como un soplo de aire fresco… o más bien como una brisa otoñal y melancólica que invita a la contemplación. Dirigida por la siempre sutil Kelly Reichardt la película se presenta como un “anti-thriller” de atracos, un ejercicio que pretende subvertir los géneros con gracia y precisión.
Ambientada en la Massachusetts suburbana de 1970, la historia sigue a J.B. Mooney (Josh O’Connor), carpintero desempleado y padre de familia que, en un ataque de tedio existencial, decide planear su primer gran robo: el hurto de cuatro cuadros de Arthur Dove en un museo local. Lo que comienza como una travesura torpe y casi escolar se convierte en la chispa de un derrumbe interior, entrelazado con las tensiones sociales de la época: protestas antibélicas, cinismo generacional y el eco distante de Vietnam.
Sin entrar en revelaciones, el guion —también firmado por Reichardt— despliega una narración contenida que privilegia los silencios y las pequeñas rutinas sobre la adrenalina. Nada de La gran estafa ni de los artificios calculados de Kubrick en El robo perfecto: aquí el atraco es casi un gag, con ladrones envueltos en medias de nailon que se mueven como fantasmas ridículos y escapan en una familiar destartalada. Esta contención no es falta de pulso, sino una declaración estética: Reichardt convierte el género en una parábola sobre la futilidad del escape, donde el verdadero delito no es el robo, sino la desconexión con uno mismo y con los otros.
El telón de los años 70 —con televisores que dan noticias como un murmullo acusador— da una ironía amarga al título: J.B. no es ningún “genio criminal”, sino un hombre gris hundido en su propia apatía narcisista. Es el retrato de una América desencantada, tan perdida como su protagonista, y Reichardt se obstina en contemplarla sin juicio… o con un juicio tan velado que termina pareciendo indiferencia.
El corazón del filme late en las actuaciones. Josh O’Connor, con barba desaliñada y mirada extraviada, entrega una interpretación formidable: su J.B. dice más en los silencios que en las palabras, y pasa de la torpeza entrañable a la vulnerabilidad brutal con una naturalidad asombrosa. Alana Haim, como su esposa Terri, encarna una calma tensa; su aparente pasividad se convierte, con el tiempo, en el centro emocional de la historia. Los secundarios aportan color sin estridencias: Bill Camp y Hope Davis como los padres resignados, y un dúo melancólico formado por John Magaro y Gaby Hoffmann que representa la nostalgia hippie hecha cenizas.
La fotografía de Christopher Blauvelt, con su paleta ocre y sus encuadres inmóviles, bordea la poesía documental; la música jazzística de Jeff Grace pone el acento irónico justo donde la directora se contiene.
Ahora bien, Mente Maestra no es para todos —ni pretende serlo—. Su ritmo lento y su rechazo al espectáculo pueden resultar insoportables para quien espere un golpe de efecto o un clímax. Algunos la tacharán de tediosa, incluso pretenciosa: un ensayo de estudiante elevado a película por pura fe en la “austeridad narrativa”. Pero ahí reside su paradoja: en su resistencia al ruido, Reichardt es más radical que muchos que gritan.
Es un filme que se degusta lentamente, con un dejo a desilusión. Un espejo empañado de una época y, quizás, de nosotros mismos. Véala en una sala oscura, sin apuro… y con la paciencia de quien sabe que el silencio también puede ser un crimen.
