Querido lector, anoche, con mi sombrero de «crítico clásico» bien calado y el alma presta a dejarse sorprender, me acerqué al Teatro Broadway para presenciar Currents, el nuevo espectáculo de la renombrada compañía israelí Mayumana, recreado enteramente por un joven elenco argentino. Un show de 90 minutos que apuesta por el regreso a lo tribal, a la pulsión pura, sin palabras ni ornamentos. Y ahí es donde este crítico, algo celoso del equilibrio teatral, no puede evitar preguntarse: ¿no resulta un poco excesivo, casi un eco de aquellos montajes noventosos que prometían la experiencia sensorial total, sin más hilo conductor que el golpe?
Porque hay que decirlo: Currents es un banquete visual y sonoro. Desde el primer instante convierte el escenario en un templo contemporáneo donde baldes, tubos, cajones y cuerpos laten al compás de una partitura vibrante, con la dirección medida de Walter Zaga y la música envolvente de Boaz Berman. El público, entusiasta, responde a cada invitación, como si un DJ tribal guiara la ceremonia. Pero a lo largo de esos 90 minutos, por más admirable que sea la precisión casi matemática del ensamble, el exceso de golpe –perfecto, sí, pero incesante– puede llegar a saturar, a pedir un respiro melódico que nunca llega.
Y ahí, como siempre, aparece el Dr. Merengue, acomodándose el bigote con picardía, para soltar su sentencia sin miramientos:
“¡Pero mi distinguido, no sea tan circunspecto! Si esto no tiene el alma del bombo legüero, yo me planto. ¿No ve que estos jovenes están golpeando el aire como en una peña, solo que con tubos de PVC y luces LED? Es un gaucho tech, un cruce improbable entre Martín Fierro y David Guetta… ¡y eso es maravilloso!”
No le falta razón. Porque Currents exhibe un sincretismo genuino, un collage de influencias que abraza el cajón afroperuano, la percusión urbana, el tap callejero y hasta se permite guiños bien argentinos, con melodías que huelen a litoral y un juego de boleadoras que desata aplausos. Es, en definitiva, una fiesta que rescata esa raíz común: el latido tribal que antecede a cualquier idioma. Y aunque la célebre “guerra de las corrientes” entre Tesla y Edison, que supuestamente inspira la obra, queda reducida a un leve telón de fondo, la experiencia se sostiene en el magnetismo del ritmo y la complicidad con la platea.

Como crítico, no puedo dejar de advertir que me hubiera gustado algo más de pausa, algún espacio de contemplación que permitiera apreciar la fuerza del silencio. Pero el Dr. Merengue, que ya tararea el pulso del show como si fuera un chamamé electrónico, me da un codazo y concluye sin vueltas:
“Mire, … esto merece un firme bueno rozando lo muy bueno. Porque sí, me deja con los oídos zumbando, pero también con el alma liviana, como gaucho después de un baile bien regado. ¿Y no es eso, acaso, lo que busca el arte: sacudirnos un poco de la modorra cotidiana?”

Y mientras se despide, el viejo Dr. lanza su reflexión, tan filosa como afectuosa, propia de este 2025 donde el arte parece girar sobre sí mismo para volver a empezar:
“Al final, querido amigo, este éxito de Mayumana radica en recordarnos que con unos cuantos elementos simples –un balde, una luz, un cuerpo dispuesto a golpear el suelo– podemos encontrar el origen. Ahí liberamos al otro yo, ese que baila sin pedir permiso. Adaptémonos, salgamos de nuestras estructuras de museo, y aceptemos el cambio: porque a veces, para hallar lo esencial, hay que dejar el formalismo esperándonos en el guardarropas.”