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María Stuarda: Oropessa + Rasche = canto limpio, drama ausente. Salzburger Festspiele 2025

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Maria Stuarda. Música: Gaetano Donizetti. Libreto: Giuseppe Bardari basada en la tragedia de Friedrich Schiller ‘María Estuardo’, en la traducción italiana de Andrea Maffei. Wiener PhilharmonikerKonzertvereinigung Wiener Staatsopernchor. Angelika Prokopp Summer Academy of the Vienna Philharmonic. Antonello Manacorda (Dirección de orquesta). Ulrich Rasche (Regista). Elenco: Kate Lindsey (Mezzo-soprano) : Elisabetta. Lisette Oropesa (Soprano): Maria Stuarda. Bekhzod Davronov (Tenor): Roberto, Conte di Leicester. Aleksei Kulagin: Talbot. Thomas Lehman (Barítono): Cecil. Sala: Großes Festspielhaus. Función: 1 de Agosto, 18 hs. Nuestra calificación: buena

Parte I – El crítico sobrio (aún con el moño firme y el alma inquieta)

en el marco del Festival de Salzburgo, se estrenó una nueva producción de Maria Stuarda de Donizetti, con dirección musical de Antonello Manacorda y puesta escénica de Ulrich Rasche. En línea con el lema del festival —el “fin de la existencia humana”—, esta Stuarda ofrece una visión estética del aniquilamiento: un réquiem conceptual sin carne, sin sangre y, peor aún, sin música como centro.

Ulrich Rasche: geometría, maquinaria y nulo interés en lo humano

Conocido por su teatralidad ritualista y visualmente apabullante, Rasche propone una regie hiperintelectualizada y autoindulgente, en la que lo simbólico asfixia lo emotivo. Su escenografía de discos giratorios permanentes, que separan los universos de los Tudor y de María como si fueran maquetas de museo, es tan visualmente imponente como dramáticamente estéril.

Las figuras se mueven como piezas de ajedrez sobre plataformas que no se detienen nunca, lo que en teoría representa la rigidez del poder… y en la práctica, impide cualquier forma de interacción dramática real. El famoso encuentro entre María y Elisabetta —uno de los pocos momentos de colisión emocional en la ópera— se reduce a un ritual geométrico, sin contacto ni tensión. Un duelo sin sudor, sin palabras que rasguen, sin cuerpo.

Y si todo esto ya era un problema, lo verdaderamente inexplicable es lo que le exige a los cantantes. En medio de florituras endiabladas, de pasajes agudos y tensos, tanto Lisette Oropesa como Kate Lindsey deben caminar sin pausa sobre superficies móviles, como si fueran acróbatas del drama lírico. En un momento, Elisabetta incluso trastabilló. Y no por torpeza, sino porque la puesta no contempla ni la mínima dignidad física para el intérprete.

¿Desde cuándo se volvió aceptable ignorar las necesidades básicas del cantante?
¿En qué momento el teatro musical dejó de ser un vehículo para el compositor y se transformó en un spa conceptual del regista estrella?

Kate Lindsey (Elisabetta), Lisette Oropesa (María Stuarda). Foto gentileza: © SF/Monika Rittershaus

Rasche, que también firma la escenografía, se impone como protagonista absoluto del espectáculo, desplazando a Donizetti y a la propia María Estuardo. El resultado: una ópera sin alma, donde se canta sobre una cinta transportadora de ideas huecas.

Manacorda: sensibilidad lírica, pero sin rugido

Desde el foso, Antonello Manacorda intenta rescatar el lirismo de la partitura. Dirige con elegancia y precisión, y en los pasajes líricos la orquesta de la Filarmónica de Viena brilla. Pero cuando llega el momento de sacudir emocionalmente, de hacer temblar la sala con el destino trágico de la protagonista, la intensidad se diluye o, peor aún, cubre a las voces.

El Coro de la Ópera Estatal de Viena, por su parte, canta con sobriedad, aunque tan inmovilizado por la puesta que parece más un fondo estético que una fuerza dramática.

Lisette Oropesa: perfección de porcelana

Lisette Oropesa, de técnica impecable y escuela belcantista refinada, canta con una pureza que deslumbra… y una falta de visceralidad que decepciona. Todo es bello, controlado, cristalino. Pero Maria Stuarda no exige sólo belleza: exige alma rota, fuego contenido, dignidad que se agrieta. Y en eso, su voz lírico-ligera queda corta.

Lisette Oropesa (María Stuarda). Foto gentileza: © SF/Monika Rittershaus

Su “Quando di luce rosea” es un prodigio de fraseo y línea, pero jamás se vuelve confesión ni grito. El grave no existe, el centro es leve, y el drama se vuelve canto ornamental. Es una reina melancólica, sí, pero también inofensiva, más mártir resignada que heroína condenada. María canta, pero no ruge. Y eso, en este rol, es casi un crimen.

Lindsey firme, elenco sin chispa

Kate Lindsey, como Elisabetta, tiene carácter escénico y un timbre cálido que compensa sus problemas de proyección. Pero en un entorno tan desactivado teatralmente, su furia apenas roza el mármol. El dúo central, que debería ser volcánico, se convierte en duelo de entonadas dignidades, sin peligro ni veneno.desactivado por la regie, pierde fuerza.

Thomas Lehman (Lord Guglielmo Cecil), Kate Lindsey (Elisabetta), Bekhzod Davronov (Roberto, conde de Leicester). Foto gentileza: © SF/Monika Rittershaus

Bekhzod Davronov, como Leicester, cumple con profesionalismo, aunque sin grandes vuelos ni carisma vocal. Aleksei Kulagin (Talbot) y Thomas Lehman (Cecil) ofrecen actuaciones sólidas, en particular el primero, cuya nobleza vocal confiere un necesario contrapunto de humanidad. Nino Gotoshia, como Anna Kennedy, destaca en su breve participación por su frescura vocal y claridad expresiva.

Parte II – Habla el Dr. Merengue (y ahora sí, que ruede la cabeza)

Mire, estimado lector, si usted vino a ver una ópera, le doy el pésame. Porque lo que vimos fue un desfile de arquitectura cinética con canto en off.

El señor Rasche convirtió Maria Stuarda en una especie de ritual Tudor con plataforma giratoria y código QR. A Donizetti, ni lo escucharon. A las cantantes, las hicieron caminar en loop como si fueran parte de una instalación del MoMA. Y no me venga con “metáforas visuales”: si la pobre Lindsey casi se va de cabeza, ¿de qué estamos hablando?

Conjunto. Foto gentileza: © SF/Monika Rittershaus

Oropesa parecía una muñeca de porcelana colocada en la vitrina equivocada: todo bello, todo limpio, pero María no lloró, no tembló, no se rebeló. Y yo le pregunto a usted, ¿para qué sirve una María que no muere en vida antes de morir?

Y encima nadie se inmutó. Todo fue semiaprobado por el sistema. El regista fue resignadamente aplaudido. Porque claro, ahora el canto molesta, el drama molesta, y lo único que importa es la geometría y la cita académica.

Una ópera sin alma, sin vértigo y sin riesgo. Una María que no conmueve. Una Elisabetta que se patina. Un Leicester que parece turista. Y un regista que se cree Shakespeare, pero dirige como si montara un stand de diseño suizo.

Veredicto final: cuando el canto estorba, la ópera murió

Esta Maria Stuarda de Salzburgo es una producción tan bella como estéril. Brilla en sus superficies, deslumbra en sus abstracciones… y fracasa en su esencia. Porque la ópera, aunque se modernice, sigue siendo música encarnada en cuerpos que sienten y voces que arden. Y aquí, todo ardió menos eso.

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