Desde su mismo inicio, «La Última Sesión de Freud» se adentra en un terreno poco atractivo, una película que, al igual que su fuente de inspiración literaria y teatral, imagina un encuentro ficticio entre dos figuras prominentes: el gigante psicoanalítico Sigmund Freud y el autor y teólogo C.S. Lewis. Sin embargo, lo que podría haber sido un fascinante drama intrigante, se convierte en un ejercicio de diálogo vacío y desprovisto de convicción. A pesar de contar con un elenco experimentado, encabezado por Anthony Hopkins y Matthew Goode, la película no logra superar sus propios complejos y ofrece una experiencia cinematográfica decepcionante.
La trama se desarrolla en el contexto de la entrada de Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial, una ambientación que debería infundir un sentido de urgencia ominosa a las conversaciones entre Freud y Lewis. Sin embargo, esta oportunidad se desperdicia, y el trasfondo bélico sirve únicamente como un breve desvío hacia un refugio antiaéreo cerca de la casa de Freud en Londres. Este telón de fondo histórico, aunque presente, no se integra de manera efectiva en el desarrollo de la trama, dejando una sensación de oportunidad perdida.
La premisa inicial promete un debate intrigante sobre la figura paradójica de Freud y su controvertido trabajo, especialmente en lo que respecta a su relación con la sexualidad, pero esta idea se relega a una subtrama fugaz. Los flashbacks ocasionales entre Freud y su hija Anna, aunque ofrecen destellos de profundidad, son insuficientes para enriquecer la trama principal. La falta de desarrollo de los personajes y de sus motivaciones deja al espectador con una sensación de desconexión y desinterés.
El diálogo entre Freud y Lewis, el supuesto centro de la película, carece de la profundidad y la intensidad necesarias para mantener el interés del público. Lewis apenas participa en la conversación, mientras que Freud, en un tono condescendiente, intenta cuestionar las creencias religiosas del autor. Sin embargo, estas interacciones carecen de autenticidad y se sienten forzadas, sin ofrecer ninguna perspectiva real sobre los temas abordados.
A pesar de contar con un diseño meticuloso y detallado, la película falla en aprovechar estas cualidades visuales para enriquecer su contenido intelectual. Las conversaciones entre los personajes, aunque cargadas de significado, resultan tediosas y carentes de emoción. Anthony Hopkins y Matthew Goode hacen lo mejor que pueden con el material proporcionado, pero incluso su talento actoral no puede salvar una trama tan endeble.
La falta de dinamismo visual y la ausencia de una dirección sólida contribuyen a que «La Última Sesión de Freud» se sienta como una experiencia cinematográfica monótona y desprovista de vida. A pesar de algunos destellos de brillantez en las actuaciones de los protagonistas, la película carece de una visión coherente y se pierde en un mar de diálogos vacíos y sin rumbo.
En resumen, «La Última Sesión de Freud» es una película que promete mucho pero ofrece poco. Su premisa intrigante y su elenco talentoso no pueden compensar una trama débil y una dirección insípida. En última instancia, es una oportunidad perdida para explorar temas profundos y complejos, relegada a un ejercicio superficial de diálogo sin destino.