Dramaturgia: Cecilia Monti, Juan José Campanella. Dirección: Juan José Campanella. Intérpretes: Eduardo Blanco, Fernanda Metilli, Gastón Cocchiarale, Maru Zapata. Vestuario y escenografía: Cecilia Monti. Iluminación y video: Matías Canony. Música: Emilio Kauderer. Sala: Politeama, Paraná 353. Funciones: miércoles a viernes a las 20, sábados a las 19 y 21.30, domingos a las 19. Nuestra opinión: muy buena
Hay funciones que uno abandona con una sonrisa educada, casi automática, y otras que consiguen meterse bajo la piel, te calientan el pecho y te dejan con esa media melancolía dulce que solo el teatro bien hecho puede provocar.
“Empieza con D, Siete Letras”, escrita por Juan José Campanella y Cecilia Monti, dirigida con la minuciosidad invisible de Campanella, pertenece con honores a este segundo grupo.
Todo arranca con un escenario inofensivo: un consultorio odontológico, aséptico, casi frío, donde un cardiólogo viudo y una profesora de yoga separada coinciden por azar. Pero pronto se abre un mundo: el humor afilado del texto, los silencios cargados de pasado, los ojos que se encuentran sin permiso tejen un espectáculo que habla de segundas oportunidades, del miedo a volver a querer y de lo endiabladamente frágiles que somos cuando bajamos la guardia.

Eduardo Blanco, en el papel de Luis, está sencillamente magistral. Construye a un hombre que parece moverse por puro reflejo, como si el dolor lo hubiera dejado medio hueco por dentro, y sin embargo en ciertos gestos —un parpadeo sostenido, un temblor leve en la voz— revela un magma emocional que lo vuelve profundamente conmovedor. No hay alarde, hay verdad, y eso es oro puro sobre un escenario.
Fernanda Metilli, con su Miranda, irrumpe como un torbellino encantador, con la frescura de quien todavía se anima a la risa franca. Su cuerpo entero actúa: se sienta mal, se estira, se acomoda la ropa como si quisiera sacudirse un peso invisible. Y aunque el texto le exige momentos donde se le humedece la voz, nunca pierde ese hilo de luz que la vuelve irresistible.
El toque singular lo pone Gastón Cocchiarale, que despliega un doble rol impecable: como hijo del personaje de Blanco aporta una ternura franca, casi pudorosa, que amplía la textura familiar de la obra, y como pareja en otra línea dramática suma un contrapunto fresco, vital, que termina de bordar el tapiz humano de la historia. Es un hallazgo absoluto, sin exagerar ni buscar robar escenas: simplemente está, con esa verdad suya que tanto agradece el público. Maru Zapata, como la secretaria circunspecta, con sus miradas y pequeños gestos, completa el elenco de notorios para esta comedia brillante.
Por detrás, la mano de Cecilia Monti en la escenografía se percibe en cada detalle. Ese ambiente clínico contrasta delicioso con las emociones que empiezan a brotar sin pedir permiso. La música de Emilio Kauderer es un abrazo discreto, que se mete por la rendija exacta, y la iluminación de Matías Canony acaricia cada cambio de tono con sutileza de orfebre.
Y mientras tomo nota, el Dr. Merengue —mi conciencia más insolente y sensible— me sopla al oído que esto no es solo una comedia romántica simpática: es un banquete sentimental. “¡Mirá vos!”, me dice, “pensabas que venías a despuntar el vicio del humor liviano y salís con ganas de llamar a esa persona a la que hace rato no mandás ni un triste emoji”. Porque claro, Campanella arma su juego con picardía de tahúr: primero te hace reír a carcajadas con Blanco, después te desarma con un suspiro de Metilli, te lanza las miradas silenciosas de Cocchiarale y cuando querés acordar, te tiene pensando en cuántas veces postergaste la posibilidad de volver a empezar.

Así que si estás en Buenos Aires y todavía no pasaste por el Politeama, hacete un favor. Andá, reíte, emocionate y salí caminando por Corrientes con la certeza de que la vida, como bien deja dicho esta obra, empieza con D… y sigue, gloriosa, por territorios que nunca terminamos de conocer.