Las vidas de Sing Sing , bajo la batuta de Greg Kwedar, se presenta como un drama carcelario con pretensiones de trascendencia, un lienzo donde el arte supuestamente redime las almas que el sistema penitenciario ha triturado con deleite burocrático. Ambientada en los sombríos confines de la prisión de Sing Sing, la cinta sigue a Divine G (Colman Domingo), un hombre injustamente condenado que se aferra a un taller de teatro como quien se agarra a un clavo ardiendo en medio de un naufragio. Lo que aspira a ser una disección implacable del espíritu humano termina siendo un ejercicio de autocomplacencia disfrazado de profundidad.
Colman Domingo, sin embargo, es un faro en este mar de mediocridad. Su Divine G destila una furia contenida y una esperanza frágil con una precisión quirúrgica, elevando cada escena a cotas que el guion apenas merece. A su lado, Clarence «Divine Eye» Maclin, exrecluso interpretándose a sí mismo, aporta una autenticidad tan punzante que casi compensa las carencias del entorno. La interacción entre ambos es un ballet de tensiones y camaradería, un oasis de verdad en un desierto de lugares comunes. El elenco, salpicado de exconvictos, confiere una textura genuina que Kwedar no siempre sabe cómo pulir.
La dirección de Kwedar, con su aire de minimalismo estudiado, coquetea con la estética documental pero se queda en una pose arty que rara vez incomoda. La fotografía de Patrick Scola, con sus tonos desvaídos, parece gritar seriedad sin mucho que decir, mientras que la partitura de Bryce Dessner susurra con una discreción tan extrema que uno se pregunta si está ahí por compromiso. La obra teatral que los reclusos montan, Breakin’ The Mummy’s Code —un pastiche delirante de Shakespeare y Freddy Krueger—, es un destello de genialidad excéntrica, pero incluso esto se diluye en una narrativa que prefiere la ternura a la temeridad.
Y aquí radica el pecado capital: Las vidas de Sing Sing es una película con alergia al filo. En su afán por vendernos el arte como bálsamo universal, esquiva con torpeza las aristas más afiladas del sistema carcelario, optando por un optimismo tan pulcro que roza la ingenuidad burguesa. ¿Dónde está la indignación, el rugido contra una maquinaria que devora vidas? En su lugar, nos ofrece una fábula almibarada que rehúye la suciedad y prefiere el aplauso fácil. Los personajes secundarios son meros esbozos, y el melodrama se cuela con una viscosidad que invita al hastío, como un invitado que no sabe cuándo marcharse.
Aun con sus virtudes —las actuaciones estelares, esos fugaces momentos de chispa—, Las vidas de Sing Sing es un lienzo a medio pintar, una promesa de audacia que se conforma con ser decorativa. Quiere conmover, pero le falta el coraje para cortar hasta el hueso. Para quienes buscan un drama carcelario con nervio, esta cinta es un aperitivo elegante pero insustancial.