Permítanme, damas y caballeros, someter a su consideración Gloria!, la incursión inaugural de Margherita Vicario en el arte cinematográfico, una obra que se pavonea con la audacia de una debutante y la gracia de una mente que ha decidido que la historia merece ser zarandeada por los hombros. Esta pieza es un curioso híbrido: un drama histórico que se niega a permanecer en su corsé, una parábola de emancipación femenina y un experimento musical que desafía las leyes del tiempo con una insolencia casi admirable.
La acción nos traslada al Veneto del siglo XVIII, al Sant’Ignazio, un instituto musical femenino que parece más una prisión de talentos que un santuario de las musas. Allí conocemos a Teresa, encarnada por Galatea Bellugi con una mezcla de reserva y fervor que sugiere un alma demasiado grande para su humilde condición de criada. Esta «muta», como la llaman, descubre un pianoforte olvidado y, con él, desata una corriente de creatividad que arrastra a sus compañeras —un conjunto de jóvenes interpretadas con brío por Carlotta Gamba, Veronica Lucchesi y otras— hacia una música que Vicario osa calificar de «moderna». Es un anacronismo tan flagrante que uno casi puede oír a Bach revolverse en su tumba, pero también un golpe maestro que conecta el pasado con nuestro presente con la precisión de un reloj suizo.
La dirección de Vicario revela una inteligencia que no se contenta con lo convencional. Transforma los sonidos mundanos —el roce de una escoba, el eco de un cucharón— en una sinfonía que impulsa la narrativa con una vitalidad que rara vez se ve en el cine histórico. La banda sonora, creada por ella misma junto a Davide Pavanello, es una fusión audaz de lo barroco y lo contemporáneo, un desafío a las normas que resuena como un manifiesto. La fotografía de Gianluca Palma, con su aire de pintura clásica y su inquieta cámara en mano, viste la película con una elegancia que no teme ensuciarse las manos, mientras que el diseño de producción evoca un mundo tan opresivo como hermoso.

El elenco es un triunfo de la voluntad colectiva. Bellugi dota a Teresa de una dignidad silenciosa que habla más alto que cualquier aria, y sus compañeras forman un coro de rebeldes cuya camaradería es tan convincente como inspiradora. Los hombres —Paolo Rossi como un maestro Perlina de comicidad seca y Natalino Balasso como un director de pomposa ineptitud— son retratados con un toque de sátira que, lejos de ser mera burla, subraya la crítica al orden patriarcal con una precisión quirúrgica.
Sin embargo, «Gloria» no está exenta de defectos que un ojo atento no puede ignorar. El guion, coescrito por Vicario y Anita Rivaroli, tiende a la simplicidad, dejando cabos sueltos que piden a gritos un nudo más firme. Hay momentos en que la exuberancia del tono amenaza con trivializar los graves temas que aborda —la exclusión de las mujeres del canon musical, la lucha por la voz propia—, y uno se pregunta si esta ligereza es un acto de valentía o una evasión. El clímax, un concierto ante el Papa que estalla en un caos liberador, es un espectáculo de pura teatralidad, pero carece de la profundidad que podría haberlo elevado de lo memorable a lo inolvidable.
Con todo, «Gloria» es un debut que merece aplauso, no solo por su ambición, sino por su capacidad de provocar y deleitar. Margherita Vicario ha creado una obra que es a la vez un homenaje a las compositoras silenciadas por la historia y un desafío a las convenciones del cine italiano, tan a menudo atrapado en la nostalgia o la solemnidad. No es una revolución completa, pero sí un primer disparo, elegante y certero, en una batalla que merece ser librada. Para aquellos que valoran el arte como un medio de cuestionamiento y no solo de consuelo, esta película ofrece un placer refinado, aunque imperfecto. Es, en suma, una promesa: Vicario tiene algo que decir, y el mundo haría bien en escuchar.