Billy Budd. Ópera de Benjamin Britten. Dirección musical: Erik Nielsen. Dirección de escena: Marcelo Lombardero. Diseño de escenografía: Diego Siliano. Diseño de vestuario: Luciana Gutman. Reparto: Toby Spence (Capitán Edward Vere); Sean Michael Plumb (Billy Budd), Hernán Iturralde (John Claggart), Felipe Carelli (Mr. Red Burn), Fernando Radó (Mr. Flint), Francisco Salgado Bustamante (Teniente Ratcliffe), Pablo Urban (Red Whiskers), Sebastián Angulegui (Donald), Leonardo Estévez (Dansker). Orquesta y Coro Estable del Teatro Colón. Sala: Teatro Colon (Buenos Aires, Argentina). Foto de la crónica, gentileza Arnaldo Colombaroli. Función: 3 de Julio 2025. Nuestra opinión: muy buena.
El Teatro Colón abrió sus puertas el 6 de julio de 2025 para la quinta función de Billy Budd, en su tan esperado estreno argentino, y lo hizo con esa solemnidad que convierte cada velada en un pequeño sacramento pagano para la tribu melómana porteña.. Bajo la dirección musical de Erik Nielsen y la puesta meticulosamente realista de Marcelo Lombardero, el venerable coliseo vibró con los oscuros oleajes sonoros de Britten, evocando la amarga hondura de Melville. Fue, sin duda, un espectáculo de altísimo vuelo técnico como sonoro.
La Orquesta Estable, guiada por Nielsen como un almirante casi despótico, ofreció un mar sonoro de prodigiosa riqueza: desde la transparencia ingenua de la flauta que acaricia la inocencia de Billy hasta los metales ominosos que anuncian la tragedia, cada pasaje brilló con maestría. La passacaglia del primer acto, hipnótica como un remolino, y el acorde final que se hundió en la sala con la gravedad de un presagio, dejaron marcas. Pero si hubo un verdadero muro dramático, fue el Coro Masculino del Colón, un verdadero batallón de grandes solistas que, en su fusión coral, no pierde nunca el filo individual. Cada voz parece portar su propia historia de disciplina, dureza y superstición marinera, alimentando ese microcosmos violento y jerárquico del navío. El Coro Estable, preparado con minuciosa ferocidad por Miguel Martínez, rugió con tal fuerza en las escenas colectivas que a uno le temblaba la butaca, mientras el Coro de Niños, tan pulcramente trabajado, aportó una pureza espectral que hizo que el Indomitable pareciera poblado de fantasmas infantiles clamando por un destino menos atroz.Y fue justo ahí, al salir de mi butaca, cuando —como si se hubiese colado entre los terciopelos rojos del Colón— apareció mi otro yo, el Dr. Merengue, con un gesto teatral digno de un dandismo pasado de moda, exclamando con desparpajo:
«¡Mi estimado, aquí llegó el Dr. Merengue para meter el dedo en la llaga! ¿No percibió cómo, en su afán de grandilocuencia, Nielsen permitió que la orquesta devorara a los cantantes secundarios como un tiburón hambriento? ¡Qué importa si Britten escribió un drama humano, si podemos deleitarnos con el estruendo sin preocuparse demasiado por lo que dicen los pobres marineros allá arriba!».

Tratando de defender la opulencia sonora, me atreví a hablar de la escenografía de Diego Siliano, con su cubierta hiperrealista que exhalaba humedad, el vestuario severo de Luciana Gutman y la iluminación contenida de José Luis Fiorruccio, que lograron un barco del siglo XVIII tan perfecto que, en efecto, parecía recién sacado del museo naval. Pero el Dr. Merengue arqueó una ceja con desdén casi aristocrático:
«Exactamente mi punto, querido. ¡Qué obsesión por replicar al dedillo el 1797! Tan obsesionados están con los tablones y las poleas que se olvidaron de preguntarse por qué diablos estamos viendo Billy Budd en Buenos Aires en 2025. ¿Será que dio terror asomarse al espejo porteño, con su ley débil, su poder torcido y su justicia caprichosa? Mucho más cómodo quedarse en un museo flotante donde la tragedia pasa lejos de nosotros, allá en otra época y otro continente, auqneu por supuesto el ingreso en sala al comienzo y al final como personaje contemporáneo en vestimenta, hacía suponer el por qué no llegar más a lo atemporal por dramaturgia…

Al menos —me aventuré a contraatacar— el elenco tuvo momentos para grabar en la memoria. John Chest encarnó un Billy cuya voz cálida y expresión frágil casi hicieron olvidar que íbamos rumbo al cadalso, sobre todo en esa aria final de aceptación luminosa que parecía un canto de ángel resignado. Toby Spence dio vida a un Vere desgarrado, su canto delgado como un hilo a punto de romperse entre ley y culpa, y Hernán Iturralde creó un Claggart tan viscoso y siniestro que se le podía sentir el resentimiento.
Pero el Dr. Merengue, que no perdona ni el lirismo, afiló su lengua como un estilete:
«¡Justamente! Ese Claggart es tan malvado, tan monstruosamente unidimensional, que termina desdibujado. ¿Dónde están sus grietas, su deseo reprimido, su tortura secreta? Al final, uno siente que el pobre hombre solo fue contratado para bufar y retorcer el bigote».
Y aquí es donde brilló con especial fuerza Leonardo Estévez como Dansker, quien logró dotar a su oficial de una mezcla perfecta de ironía y humanidad. En cada intervención, Estévez no solo cantó, sino que se metió en la piel de un marino atrapado entre la disciplina férrea y la compasión, aportando un matiz escénico que equilibró la balanza donde otros se iban directo al cliché. Un lujo de actuación que habría merecido todavía más espacio para desplegar su complejidad.
Así fue que, al quedarme unos segundos frente a la marquesina, mientras la multitud comentaba lo «imponente» que había sido todo, reconocí que este Billy Budd es un triunfo contundente, un espectáculo de esos que hacen relamerse a críticos y público. Pero el Dr. Merengue, con su media sonrisa venenosa, me sopló al oído una sentencia final:
«Magnífica travesía, mi buen crítico… pero un arte que no se atreve a hurgar en los monstruos de su tiempo es apenas un crucero de lujo: hermoso, elegante y, en el fondo, perfectamente seguro. Hoy hemos navegado por aguas exquisitas, sí… pero sin mojarnos jamás los zapatos con el légamo donde duermen las verdades incómodas.»
Y así me fui, admitiendo que había presenciado una ópera de ⭐⭐⭐⭐☆, deslumbrante en su forma, a ratos conmovedora en sus intérpretes, pero un tanto demasiado decorosa para sacudir los esqueletos que guarda nuestra sociedad en sus propias bodegas.