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Anora: Una fantasía cruda que se tropieza con su propia genialidad

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Sean Baker, quien alguna vez se coronó como el cineasta de los márgenes sociales con su capacidad para retratar a los olvidados de manera genuina, regresa con Anora, una obra que parece más un intento de demostración de virtuosismo que una película con verdadero corazón. La Palma de Oro que ostenta puede impresionar a los más desprevenidos, pero para los ojos críticos resulta ser más una medalla a la perseverancia visual que a la coherencia narrativa.

La trama sigue a Ani, una stripper y prostitua con un trasfondo tan vago que casi parece diseñado para el público de festivales que adora la ambigüedad disfrazada de profundidad. Ani no es una mujer común: tiene un acento mutable, cuidadosamente afinado para sonar exótico sin alienar, y una personalidad que parece haber sido construida a partir de tropos cinematográficos en lugar de humanidad genuina. A pesar de los intentos de Baker de elevarla como un símbolo de fortaleza y resistencia, Ani se siente más como un maniquí al que se le colocan dramas de manera arbitraria para cumplir con el checklist emocional del cine indie.

Mikey Madison, la actriz detrás de Ani, merece una mención aparte. Su actuación es hipnótica, un despliegue de talento que sostiene la película incluso cuando el guion la obliga a saltar de un género a otro como si estuviera en una prueba olímpica de versatilidad emocional. Madison es una fuerza de la naturaleza, capaz de transmitir vulnerabilidad y dureza en un solo parpadeo. Pero Baker, en su afán por demostrar que puede hacer malabares con temas complejos, la somete a un carrusel emocional que resulta agotador tanto para ella como para el espectador. Romance, tragedia, comedia absurda, confrontaciones eróticas… todo cabe en esta olla a presión, aunque muchas veces parezca a punto de explotar sin sentido alguno.

La estructura narrativa: un experimento fallido

La película se estructura en tres actos que, sobre el papel, prometen una experiencia intensa y variada, pero en la práctica se sienten como fragmentos de películas distintas pegados con cinta adhesiva. El primer acto, que parece una versión menos encantadora de Mujer Bonita, introduce un romance que nunca se siente creíble. Ani y su interés amoroso comparten escenas que deberían ser íntimas y conmovedoras, pero que en realidad se sienten como un ejercicio mecánico de química forzada.

El segundo acto intenta canalizar la energía frenética y caótica de Diamantes en Bruto, pero falla estrepitosamente al no entender lo que hacía funcionar a aquella película: un propósito claro detrás del caos. Aquí, Baker nos lanza en una montaña rusa de eventos absurdos, desde un robo a un club clandestino hasta un enfrentamiento en un motel que roza lo caricaturesco. La tensión no aumenta; simplemente se apila, creando una sensación de agotamiento más que de emoción.

Y el tercer acto… ah, el tercer acto. Baker parece querer darnos un final impactante y lleno de significado, pero lo único que logra es dejar al público rascándose la cabeza, no porque sea profundo, sino porque es incomprensiblemente pretencioso. En lugar de respuestas, deja cabos sueltos que no invitan a la reflexión, sino a la frustración.

La estética como salvavidas y lastre

No se puede negar que Anora es visualmente impresionante. Baker convierte a Brighton Beach y Coney Island en personajes por derecho propio, aunque más como modelos de una revista de arquitectura que como entornos vivos y respirables. Cada plano está cuidadosamente compuesto, cada sombra y destello de luz parecen gritar “¡Miren qué hermoso soy!”. Pero esa obsesión por la estética termina jugando en su contra, haciendo que la película parezca más un escaparate de la habilidad técnica del director que una historia real y conmovedora.

Hay momentos brillantes, eso sí. Una puesta de sol sobre el paseo marítimo que quita el aliento, una banda sonora que navega con maestría entre lo si y lo no de lo ambiental (diegético), y un diseño de vestuario que literalmente desnuda las capas emocionales de su protagonista. Sin embargo, incluso estos momentos se sienten como adornos colocados para desviar la atención de una narrativa que se tambalea bajo el peso de su propia ambición.

El problema de los personajes estereotipados

Baker, retrata a los personajes, en lugar de romper estereotipos, se apoyan en ellos de manera cómoda, casi complaciente. Ani es la clásica “mujer fuerte e independiente” , pero su fortaleza parece más una pose que una realidad, una construcción que nunca se siente orgánica. Su desarrollo emocional es inconsistente, más una serie de momentos desconectados que un arco narrativo cohesivo.

El elenco secundario tampoco escapa de esta superficialidad. Los amigos de Ani, los clientes, los villanos ocasionales, todos parecen existir únicamente para servir a la trama, sin un ápice de profundidad. Esto no sería un problema si la película no intentara venderse como un estudio profundo de personajes, pero al hacerlo, sus deficiencias se hacen aún más evidentes.

Conclusión: Anora es, en última instancia, una película que quiere ser muchas cosas: una crítica social, un drama emocional, una comedia de humor negro, un espectáculo visual. En su intento por abarcarlo todo, termina siendo una obra desbalanceada que impresiona más por sus destellos de estilo que por su sustancia.

Mikey Madison es una revelación, y su actuación es razón suficiente para darle una oportunidad, pero no puede salvar una película que parece más preocupada por demostrar su inteligencia que por conectar con su audiencia. Anora es como un mago que nos deslumbra con trucos visuales pero que, al final del espectáculo, deja al público preguntándose si realmente hubo magia. Una obra que, queriendo ser profunda, apenas logra mojarse los pies en las aguas de la emotividad.

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