Dramaturgia: Bill Davis. Protagonistas: Franco Mosqueiras, Jorge Sánchez Mon. Vestuario:Jorge Sánchez Mon. Escenografía: Leonardo Altamirano. Diseño de luces: Fernando Diaz. Dirección: Ana Padilla. Sala: Patio de Actores (Lerma 568 - C.A.B.A.). Funciones: sábados 20 hs. Nuestra calificación: muy buena
He aquí mi doble condición de crítico: el que observa con rigor y el que, en un rincón oculto —ese Dr. Merengue que llevo dentro—, se permite decir lo que el otro calla. Ambos confluyen en este texto, y de ese diálogo nace la mirada que aquí comparto.
Hay obras que, más allá de la coyuntura, parecen esperar el momento adecuado para regresar y hablar con una claridad perturbadora. Clamor de Ángeles, de Bill Davis, pertenece a esa estirpe. Estrenada en los años ochenta con un fuerte halo de provocación, hoy adquiere una nueva resonancia en un mundo que, si bien ha cambiado, sigue debatiéndose con los mismos dilemas de fe, poder y contradicción.
La dirección de Ana Padilla acierta en no maquillar el texto ni suavizarlo: lo presenta con un pulso firme, sobrio y con personalidad. Consciente de que el material dramático es de una intensidad innegable, Padilla se rodea de talentos que amplifican el drama sin ahogarlo. La escenografía de Leonardo Altamirano y el diseño lumínico de Fernando Díaz construyen con pocos elementos una red de símbolos elocuentes: que desde lejos parecen sólidos, pero de cerca revelan fragilidad; sombras que dicen más que las palabras. —Con pocos elemntos y una sombra bien puesta se puede hablar más de la Iglesia que con una enciclopedia entera—.
Pero es en la actuación donde la obra se hace carne. Jorge Sánchez Mon compone un Padre Farley memorable: no lo reduce al estereotipo del cura cómodo, sino que le otorga una densidad emocional que oscila entre la ternura y la decadencia. Su gesto de refugiarse en el vino no es caricatura, es síntoma; cada palabra pronunciada desde el púlpito es a la vez sermón y confesión velada. En sus silencios largos, cargados de respiración y pausa, palpita la fragilidad de un hombre que alguna vez creyó, pero que hoy sobrevive entre concesiones. —Uno casi se sorprende de cuánto puede conmover la cobardía cuando está encarnada con semejante humanidad—.
Frente a él, Franco Mosqueiras aporta un Mark de fuego. Su juventud no se traduce en ingenuidad, sino en un idealismo lúcido y feroz, que sacude tanto al sacerdote como al público. Mosqueiras proyecta una energía que va más allá de la réplica textual: en su voz vibra el desafío, en su cuerpo la incomodidad de quien no acepta medias tintas. Su presencia en escena es la de un aguijón constante; cada intervención suya perfora la máscara de Farley y obliga a la platea a incomodarse con él. Es fácil aplaudirlo al final, mucho menos fácil acompañarlo en su radicalidad mientras la obra transcurre.

El choque entre ambos no es solo un contrapunto generacional, sino un diálogo profundo sobre la fragilidad humana y la búsqueda de sentido. Farley defiende la costumbre como escudo; Mark reclama la verdad como lanza. Y en ese forcejeo somos los espectadores quienes quedamos expuestos, porque nos reconocemos en ambos: en la prudencia cómoda y en la incomodidad de la lucidez. —Más que un debate, parece un duelo a primera sangre, con la palabra como única arma—.
El texto de Davis, escrito hace décadas, se despliega con una vigencia casi cruel. Homosexualidad en el clero, ordenación de mujeres, frivolidad de la feligresía: cada uno de esos temas es aún un campo de batalla. Lo subrayo como “temas universales de ayer y hoy” —y al instante surge la ironía inevitable: algunos debates resisten más al tiempo que los dogmas mismos—.
El mérito de Padilla está en haber encontrado un ritmo sostenido, vibrante pero sin estridencias, en el que cada pausa vale tanto como cada palabra. Sus movimientos son precisos, alejados de la gimnasia escénica, y logran que cada silencio se vuelva tan significativo como cada parlamento.

La obra, entonces, se vuelve un espejo doble. Por un lado, refleja las grietas de la institución eclesiástica; por otro, obliga al espectador a reconocer las suyas. ¿Cuántas veces, como Farley, hemos elegido el camino cómodo del silencio? ¿Y cuántas, como Mark, hemos defendido una verdad incómoda aunque costara? Clamor de Ángeles demuestra su mayor virtud en esa capacidad de interpelar no desde el púlpito, sino desde el escenario.
Al cerrar, la certeza es clara: Clamor de Ángeles no es solo una obra de teatro. Es un retorno necesario, un espejo que incomoda y desnuda. —Y si los ángeles clamaran de verdad, no lo harían con cánticos celestiales, sino con el mismo grito humano que hoy resuena desde estas tablas—.